Informatio
28(2), 2023, pp. 336-365
ISSN: 2301-1378
DOI: 10.35643/Info.28.2.8

Artículo original


 

Bibliotecas para la cultura científica: los fundamentos conceptuales de Paul Groussac y Federico Birabén

Libraries for scientific culture: the conceptual foundations of Paul Groussac and Federico Birabén

Bibliotecas de cultura científica: os fundamentos conceptuais de Paul Groussac e Federico Birabén

Javier Planas1 ORCID: 0000-0001-5989-1467

1 Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales. Universidad Nacional de La Plata. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Argentina. Calle 51 e/ 124 y 125 | (1925) Ensenada - Buenos Aires. Correo electrónico: jplanas@fahce.unlp.edu.ar

Resumen

Se analizan y se comparan las ideas bibliotecarias que Paul Groussac y Federico Birabén produjeron a finales del siglo xix e inicios del xx. A partir del estudio de sus textos principales y de la bibliografía crítica disponible, se procura interpretar las respuestas que brindaron los autores ante la creciente producción bibliográfica de la época. Se constata que las diferencias conceptuales y metodológicas entre Groussac y Birabén —con respecto a la función de la biblioteconomía y la bibliografía— respondieron a las condiciones sociales y culturales dentro de las cuales inscribieron sus obras y tareas. El primero, vinculado a la organización del acervo de la Biblioteca Nacional Argentina, el segundo, ligado a la búsqueda de apoyo institucional para desarrollar el modelo de intercambio documental promocionado por el Instituto Internacional Bibliográfico. Entre otras conclusiones, se destaca que los fundamentos utilizados por los autores para objetivar la biblioteca acabaron por brindarle cierto nivel de sustentabilidad teórica al objeto mismo.

Palabras clave: HISTORIA DE LAS BIBLIOTECAS; HISTORIA DE LOS LIBROS; CULTURA CIENTÍFICA; PAUL GROUSSAC; FEDERICO BIRABÉN.

Abstract

This article analyses and compares the library ideas produced by Paul Groussac and Federico Birabén between the end of the 19th century and the beginning of the 20th century. From the study of their main texts and the available critical bibliography, we try to interpret the responses that the authors gave to the growing bibliographic production of the time. It is shown that the conceptual and methodological differences between Groussac and Birabén in relation to the role of librarianship and bibliography responded to the social and cultural conditions within which they inscribed their works and tasks: the former, linked to the organisation of the collection of the Argentine National Library; the latter, linked to the search for institutional support to develop the model of documentary exchange promoted by the International Bibliographic Institute. Among other conclusions, it is emphasised that the foundations used by the authors to objectify the library ended up providing a certain level of theoretical sustainability to the object itself.

Keywords: LIBRARY HISTORY; HISTORY OF BOOKS; SCIENTIFIC CULTURE; PAUL GROUSSAC; FEDERICO BIRABÉN.

Resumo

Analisa e compara as ideias de biblioteca produzidas por Paul Groussac e Federico Birabén entre o final do século xix e o início do século xx. A partir do estudo dos seus principais textos e da bibliografia crítica disponível, procuramos interpretar as respostas que os autores deram à crescente produção bibliográfica da época. Demonstra-se que as diferenças conceptuais e metodológicas entre Groussac e Birabén em relação ao papel da biblioteconomia e da bibliografia responderam às condições sociais e culturais em que se inscreveram as suas obras e tarefas: o primeiro, ligado à organização do acervo da Biblioteca Nacional Argentina; o segundo, ligado à procura de apoio institucional para desenvolver o modelo de intercâmbio documental promovido pelo Instituto Bibliográfico Internacional. Entre outras conclusões, sublinha-se que os fundamentos utilizados pelos autores para objectivar a biblioteca acabaram por conferir um certo nível de sustentabilidade teórica ao próprio objecto.

Palavras-chave: HISTÓRIA LIBRÁRIA; HISTÓRIA DOS LIVROS; CULTURA CIENTÍFICA; PAUL GROUSSAC; FEDERICO BIRABÉN.

Fecha de recibido: 25/04/2023
Fecha de aceptado: 09/06/2023

1. Introducción

En toda América Latina, a finales del siglo XIX e inicios del XX, tuvo lugar un amplio proceso de adecuación de las grandes bibliotecas a las nuevas necesidades de producción de conocimiento de la cultura intelectual y científica. La creación de las bibliotecas nacionales son un ejemplo tangible de este fenómeno que, desde luego, no solo involucró a las bibliotecas, sino también a los archivos y a los museos —reconocidos en conjunto, y por algunos autores (Hedstrom y King, 2006; Farro, 2018; Ávila Araujo, 2020), como infraestructuras epistémicas—. En Argentina, con toda seguridad, fue Vicente Quesada el primero que se ocupó de este problema cuando escribió, durante la década de 1870, La Biblioteca Pública de Buenos Aires: proyecto de reorganización, que estuvo amparado en su estudio sobre las bibliotecas europeas. Como se sabe, al autor le preocupaban las maneras de crear las condiciones materiales del saber (Buchbinder, 2018), porque si en 1850 un letrado porteño podía comprar u obtener a través de sus amistades gran parte de lo que necesitaba para escribir una obra —con el fin de intervenir en la arena pública—, dos décadas más tarde, esta posibilidad quedaba lejos hasta para quienes gozaban de muy buenas posiciones económicas y redes de contactos. En el contexto de esta transformación global, dos ámbitos fueron percibidos de manera separada, aunque muchos de sus desarrollos estuvieran todavía yuxtapuestos. De un lado, se abrió un espacio intelectual transformado respecto a las lógicas de participación decimonónicas, donde los discursos sobre la realidad social, la raza, la nación, la inmigración, la representación política y la criminalidad —entre otros tópicos fundamentales— apelaron a la legitimidad de la ciencia como fundamento de sus lecturas, propuestas y cavilaciones (Terán, 2000), a menudo bajo el predominio de la historia. Por otro lado, en los laboratorios de las ciencias naturales, un conjunto de actores se sumergieron en campos cada vez más acotados del saber, en especializaciones disciplinares que reconfiguraron y multiplicaron los ámbitos de acción oponiendo brechas teóricas y metodológicas que impidieron de forma paulatina la intervención en dos o más áreas del conocimiento. Con ello, modificaron también las modalidades de producción y circulación de los textos, las lógicas del intercambio académico y las características mismas de los productores (Burke, 2012).

Dos proyectos bibliotecarios en Argentina encarnaron esas grandes mutaciones y perspectivas. El más peculiar y resonante fue el que desarrolló Paul Groussac en la Biblioteca Nacional[1], que alentó y procuró modelar el campo intelectual desde la institución y sus publicaciones, en especial, con la revista La Biblioteca (1896-1898). Si bien llevó adelante obras de singular fuerza bibliotecológica —como el catálogo impreso de la institución o la escritura de la primera historia de la Biblioteca Nacional, ambos de 1893—, el desarrollo de las técnicas bibliotecarias o de la disciplina nunca constituyó un objeto de conocimiento entre sus preocupaciones principales. En el extremo opuesto se encontraban los esfuerzos que hizo Federico Birabén[2] en Argentina y América Latina para introducir una manera diferente de pensar las bibliotecas (laboratorios intelectuales) a partir de las modernas técnicas de clasificación e intercambio trasnacional de información auspiciadas por el Instituto Internacional de Bibliografía (IIB), con sede en Bruselas, formado en 1895 bajo las ideas de Paul Otlet y Henri La Fontaine (Romanos de Tiratel, 2008a, 2008b). A diferencia de Groussac, Birabén no tuvo la oportunidad, a excepción de períodos breves y en forma de pruebas piloto, de sostener sus iniciativas bajo el amparo de una institución. Dos proyectos importantes, sí, aunque no los únicos. Pero por una cuestión de método —que privilegia el análisis en profundidad de esas alternativas opuestas en varios sentidos— se obliga a relevar aquí otras manifestaciones bibliotecarias que fueron contemporáneas, como la de Juan Túmburus, quién publicó en 1913 Apuntes de bibliotecografía: notas histórico-bibliográficas sobre clasificación, un ensayo particularmente crítico con las propuestas provenientes de Bruselas (Barber, Tripaldi y Pisano, 2002).

El punto de vista que se intenta desarrollar en este artículo se aleja de las historias institucionales o de los resultados específicos de sendos proyectos, como los que se pueden encontrar en el trabajo de Mario Tesler (2006) sobre la administración de Groussac en la Biblioteca Nacional o el estudio de Alfredo Menéndez Navarro, Guillermo Olagüe de Ros y Miguel Astrain Gallart (2002) acerca de las actividades de Birabén en las propuestas documentales de principios de siglo XX. En cambio, aquí se pretende encontrar un camino hacia la comprensión de las ideas bibliotecarias en Argentina al recuperar algunas de sus producciones fundamentales e interpretarlas en torno a sus objetivos centrales, las fuentes de inspiración en las que se basaron y los contextos generales y específicos de donde surgieron. Esta apuesta busca remontar una línea sinuosa y apenas marcada por algunas intervenciones específicas pero dispersas sobre la historia de la bibliotecología y sus hacedores —como las de Federico Finó y Luis Hourcade (1954), María Ángeles Sabor Riera (1972-1974) u Horacio Jorge Becco (1981)— y retomar al mismo tiempo unas indagaciones más recientes —cuya impronta se vincula con el giro material en la historia intelectual—, de las cuales es posible destacar los estudios panorámicos de Alejandro Parada (2009) y Javier Planas (2019) sobre los ciclos o estados del campo bibliotecario argentino. También podemos encontrar las contribuciones de profundidad, como los trabajos de Juliana López Pascual (2022a, 2022b) focalizados en la obra bibliotecaria de Germán García; el estudio de María de las Nieves Agesta (2023) sobre la figura de Nicanor Sarmiento en la constitución de la Asociación Nacional de Bibliotecas; el análisis de Ayelén Dorta (2022) en relación con las ideas sobre biblionomía de Luis Ricardo Fors, y también la investigación en curso de Marcela Coria (2022) sobre Juan Pablo Echagüe en la conducción de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares durante la década de 1930.

Esa literatura reciente invita a pensar en un abordaje que comprenda que lo dejado por Birabén y Groussac en su paso por las bibliotecas está vinculado a la historia de las transformaciones globales en la producción del conocimiento —y a los intereses puestos en ese juego—. Pero también a un momento preciso en la historia de la construcción del saber bibliotecológico en el que sus promotores —procedentes de diferentes disciplinas y contextos formativos: ingenieros, literatos, abogados, médicos, autodidactas— buscaron en las vetas de la biblioteconomía y la bibliografía decimonónica, con mayor o menor dedicación, con más o menos constancia según las necesidades del acontecimiento, para extraer algunas herramientas que les permitieran objetivar la biblioteca como institución. Al hacerlo, acabaron por brindarle cierto nivel de sustentabilidad teórica al objeto mismo, en ocasiones, sin proponérselo de forma precisa o explícita. Respuestas a preguntas operativas como ¿de qué manera armar un catálogo?, ¿de qué forma ordenar los libros en el estante? y ¿qué sistemas de clasificación utilizar? fueron, entre otras, las inquietudes que orientaron las energías de un campo en estado de emergencia, como lo era el bibliotecario, en el pasaje de un siglo a otro.

Birabén y Groussac, dos proyectos y dos maneras diferentes de concebir y desenvolver las relaciones entre la biblioteca y la cultura científica, cada uno con sus matices y avatares, pero siempre enfocados en afianzar la base material de la producción del conocimiento. Procurar un acercamiento global a estas aspiraciones y obras es, en parte, un esfuerzo por reunir la historia de las bibliotecas y la historia intelectual con sus propios vínculos. En particular, aquí se busca interpretar las maneras en las que estas dos personalidades —ubicadas en planos diferentes del campo cultural nacional y, a la vez, posicionadas de manera desigual ante el Estado— promovieron conceptos y métodos de trabajo diferentes para ajustar el funcionamiento de las bibliotecas —o de una biblioteca, en el caso de Groussac— a las demandas bibliográficas de los especialistas e intelectuales en esa época de particular ebullición que fue el entresiglos.

2. Bibliotecas prácticas y bibliotecas teóricas

Que la producción y la circulación del conocimiento estaba en transformación era un fenómeno bien conocido por Groussac y Birabén, y, en general, por casi cualquier persona dedicada a la actividad intelectual de la época. Tres coordenadas precisas habían desatado a nivel global esa mutación entre los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX, visible sobre todo en el salto cuantitativo de los registros. Lo primero fue un cambio en las maneras de producir papel, que pasó a fabricarse con pulpa de madera en lugar de trapo, lo que aumentó sensiblemente la cantidad de materia prima disponible y, con ello, se redujo el costo de la tirada. Lo segundo fue una modificación en el mecanismo de la imprenta —que se había mantenido casi idéntico desde Gutenberg—, junto con la introducción de la tecnología del vapor luego de la revolución industrial, lo que permitió marcar el ritmo de impresión (Gaskel, 1999). Una novedad y otra constituyeron la faz material del proceso, que se complementó con un incremento progresivo pero sostenido del público lector, resultado de la institucionalización de los sistemas de educación. Al tomar en cifras y a escala internacional la multiplicación de las publicaciones, se ha estimado que entre 1701 y 1800 salieron de las imprentas un millón y medio de obras, mientras que durante el siglo XIX se contaron ocho millones doscientos cincuenta mil.

En las prácticas de los eruditos, las revistas científicas despertaron mayores preocupaciones. Inventadas en el siglo XVII como series de reseñas de libros para suplir la falta de información de los catálogos de ferias, tiempo después adquirieron un sentido contrario al de su origen, es decir, de proponer síntesis del saber pasaron a estimular la fragmentación y especialización del conocimiento, además de promover su aceleración (Capurro, 2016). Groussac y Birabén describieron este fenómeno casi con las mismas palabras. Para el primero: «[…] en la actualidad, las revistas generales o especiales constituyen la forma más activa de expansión y propaganda intelectual. El libro mismo no espera su terminación para salir a la luz: se secciona y aparece por fragmentos […]» (Groussac, 1893, p. 77). Para el segundo: «La publicación tiende a evolucionar en el sentido de su mayor frecuencia y de desmenuzación, por así decir: al libro editado en una vez, se sustituye cada día más la revista o periódico de aparición frecuente […]» (Birabén, 1904, p. 16). La idea según la cual el libro como unidad actuaba una bisagra era una suerte de consenso desde hacía un tiempo, y su impacto en el mundo de las bibliotecas, dentro del cual ambos autores estaban sumergidos, era fuerte. Lo que había sido una solución para letrados europeos del 1600, en el siglo XIX y en todo el mundo occidental se convirtió en un problema para las bibliotecas, que debieron explorar soluciones a las dificultades para buscar, adquirir, catalogar y almacenar una cantidad de títulos desbordante (Barbier, 2015). Pero en este punto, Groussac y Birabén comenzaron a distanciarse.

Groussac tenía a su cargo la Biblioteca Nacional, una institución heredera de una tradición. Paula Bruno (2005, 2018) primero y Horacio González (2010) después —que leyeron de manera rigurosa la trayectoria intelectual de Groussac al frente del repositorio, y, desde luego, más allá de él— focalizaron sus análisis en el modo en que el autor condujo el destino de la biblioteca. Sin embargo, al hacerlo, no partieron de un examen de la gestión propiamente dicha. Con matices, pero inspirados en la teoría de los campos de Pierre Bourdieu (2002), consideraron que el puesto que ocupó Groussac le confirió cierta posición de privilegio en el espacio intelectual y, desde ese lugar, convirtió a la biblioteca en un ámbito de referencia de la vida cultural nacional. Y aunque la crítica posó su mirada en la manera en la que Groussac buscó articular desde la función pública —desde el Estado, pero a la vez independiente del poder político— los temas, las voces y las modulaciones de la participación intelectual a través de ciertos hitos —como la revista La Biblioteca (Delgado, 2010)—, fue la conformación misma de la institución, es decir, su devenir en el tiempo, lo que favoreció la gravitación que alcanzó Groussac entre sus contemporáneos. En otras palabras, la historia de la biblioteca escrita por él, y prolongada bajo su sello a lo largo de cuatro décadas, fue lo que sesgó de manera significativa las disposiciones de la administración y uso de los recursos y del establecimiento, material y simbólicamente concebido.

La Biblioteca Nacional, como biblioteca pública, estaba afiliada a una gran mutación en el seno de la cultura escrita y la política occidental. Como explicó Luigi Balsamo (1998) en su clásico libro sobre la historia de la bibliografía, las confiscaciones de las bibliotecas personales de la nobleza por la Revolución francesa pusieron esas colecciones —durante décadas acumuladas en manos privadas— de forma súbita bajo la órbita de lo público. Este acto forzó un movimiento institucional, bibliotecario y bibliográfico de tecnificación sin precedente en tanto que emergió la necesidad de darle orden a ese volumen de libros ligado a las características culturales y lógicas disciplinares del Antiguo Régimen, pero que a partir de entonces debían servir a la comunidad. De manera análoga, los orígenes de la Biblioteca Nacional hundían sus raíces en un proceso similar en cuanto a las consecuencias bibliotecológicas y culturales que estaban en el pasaje de los acervos privados —acopiados durante el período colonial en casas particulares o instituciones religiosas— hacia la estructura gubernamental (Parada, 2009). Posterior a este movimiento fundacional, la biblioteca poco había crecido. Según el propio Groussac (1893, p. 29), en 1823, durante la administración de Manuel Moreno (1822-1828), el fondo alcanzó los 17 229 volúmenes. Cincuenta años después, cuando Vicente Quesada tomó su conducción, apenas rondaba los veinte mil volúmenes. De manera que Groussac recibió no solo un cargo de prestigio, sino la tarea de hacer una biblioteca conforme a la constitución de sus fondos. Y esta marca modeló el porvenir, porque cada tipología de biblioteca funciona, parafraseando a Bourdieu (2002), como una estructura estructurante; es decir, los criterios utilizados en el pasado, junto con los acervos creados, conforman un orden instituido del que solo pueden surgir juicios y razonamientos semejantes a ellos mismos. Groussac recogió esta historia en las figuras de Mariano y Manuel Moreno, sus hacedores revolucionarios, y parcialmente en la de Quesada, que durante la década de 1870 se esforzó por crear un proyecto de biblioteca nacional, y a quién le dedica unos elogios por la edición de la Revista de Buenos Aires, a la que consideró como antecedente de las que él mismo dirigió.

En cambio, Birabén no había heredado ninguna historia institucional. Su formación como ingeniero en la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires auspiciaron, con seguridad, esa inclinación por concebir las dinámicas de publicación de la literatura científica desde una perspectiva diferente a la tradición instituida. En este sentido, el autor concibió esta área del conocimiento, a mitad de camino entre una biblioteconomía transformada y la bibliografía, como el objeto de estudio de su trayectoria. En un penetrante ensayo sobre la participación de Argentina en los proyectos de intercambio documental en el inicio del novecientos, Menéndez Navarro et al. (2002) situaron a Birabén como la figura central en lo que se refiere a la recepción y los intentos de adopción práctica de las ideas procedentes del IIB. Para los autores, no era ninguna casualidad el enlace entre la procedencia de campo de Birabén y las preocupaciones sobre la circulación de los saberes, el positivismo finisecular con sus ambiciones internacionalistas, su fe en la ciencia como medio de progreso y el calado eurocéntrico que tuvo en una parte de la élite rioplatense abonaron ese terreno. Desde luego, el positivismo no fue la única corriente de ideas que permeó en los ámbitos intelectuales ni permaneció como un conjunto de creencias estáticas en el entresiglos, pero efectivamente favoreció algunas concepciones subsidiarias de lo que por entonces comenzó a identificarse como documentación. En especial, esa convicción que, a posteriori, se revelaría como ingenua de la ciencia sin fronteras. Sobre este contexto general, cuando Birabén se sumergió en los avatares de las estructuras institucionales para organizar bibliotecas, siempre lo hizo a un lado del pasado bibliográfico nacional. Sus trabajos estuvieron vinculados a las bibliotecas del Ministerio de Obras Públicas, de la Sociedad Científica Argentina, de la Universidad de Buenos Aires y al funcionamiento de la Oficina Bibliográfica Nacional de Argentina. En algunos casos, la ejecución del proyecto fue expresamente solicitada a Birabén, como el de la biblioteca de la universidad, mientras que otros fueron el producto de su tenaz militancia, como se dio con la creación de la Oficina Bibliográfica. En cualquier circunstancia, el autor no debió cargar con una historia y con unos materiales concebidos en tiempos remotos. Su acción, en consecuencia, pudo tomar forma sobre una noción de biblioteca diferente en gestación, y cuya principal inspiración fue la obra de Paul Otlet. De este manantial teórico, Birabén tomó muchos de los conceptos que hizo propios. Pero más que una exégesis exhaustiva y profunda —en sus textos—, la perspectiva de Otlet prevalece como un accesorio utilitario, como una fuente de legitimación a favor del convencimiento de los lectores directos, que por lo regular eran las autoridades de alguna repartición pública. Aun contra el reconocimiento de esta peculiaridad, y al evaluar de manera sincrónica las inflexiones del conocimiento bibliotecario (Barber et al., 2002), la recepción que impulsó el autor era novedosa y de rigor. Al margen de los manuscritos sin edición (que por sobre todas las cosas recogen memorias de sus trabajos hasta 1909), Birabén condensó la doctrina en un ensayo extenso publicado en la Revista de la Universidad de Buenos Aires y divulgado también como separata en 1904.

Por boca de Otlet, Birabén subraya en ese texto la extinción de un modelo de biblioteca, al que denomina conservatorios de libros, y proclama en su reemplazo una forma institucional radicalmente diferente, nueva y dinámica, a la que identifica como oficinas de información o laboratorios intelectuales. Esto que parece un puro eslogan de la modernidad o un esquema banal de oposición, que por cierto se repetirá en el porvenir de la bibliotecología, es una aprehensión histórica, a la vez que ontológica. En Francia, a comienzos del siglo XIX, las técnicas bibliográficas conformaban un saber compartido por bibliotecarios y libreros, pero mientras que estos tenían como objetivo ofrecer al comprador sus productos a través de los catálogos, los primeros no tenían otra misión que la de ordenar, catalogar y clasificar las ediciones antiguas confiscadas a la nobleza —una misión, por otra parte, no siempre cumplida—, sin ninguna preocupación genuina por el lector de su tarea (Bálsamo, 1998). Este tiempo se apagaba, y lo que había sido una mutación significativa entraba en un callejón sin salida tanto para la lectura erudita como popular (Chartier y Hébrard, 1995). La defensa de los libros —objetivados como patrimonios idealmente accesibles, pero vedados en la práctica— fracturó la inercia del grupo de los bibliotecarios-conservadores. La noción de biblioteca que Birabén buscó expandir partía de esa ruptura y se asentaba en la centralidad biblioteconómica y bibliográfica que adquirió el público desde entonces. Sobre este punto, recortó del texto de Otlet un pasaje sustancioso en el que se expresaba de modo tajante que, además de los problemas de clasificación y almacenamiento que agitaban a las grandes bibliotecas por el efecto de la creciente producción documental, se ubicaba el «[…] concepto que se ha formado el público de los investigadores respecto del partido que pudieran sacar de tantas riquezas [bibliográficas]. Antes, se leía; hoy, se consulta, se compulsa y hojea» (como se citó en Birabén, 1904, p. 9). Si esta observación —como otras que pueden recuperarse del mismo período— fue el resultado de constatar en las salas de lectura un cambio de hábito, con mucha más razón debió evidenciarse una presión social creciente sobre la demanda de acceso. Esto no solo significaba propiciar la apertura de las instituciones a un número de personas cada vez mayor y con muy diversos intereses, sino también producir catálogos, índices y bibliografías cada vez más completos, especializados y frecuentes. Birabén percibió en estas reflexiones de Otlet la síntesis de un cambio sustancial en la construcción de los saberes y las prácticas del trabajo intelectual, un llamado a modificar la estructura de las instituciones proveedoras de servicios bibliográficos. En sus términos: la evolución bibliotecaria presentaba una doble tendencia «a la diversificación y especialización en el trabajo, por una parte, y a la unificación en el fin y el método, por otra» (Birabén, 1904, p. 10).

Varios pasajes del texto de Birabén parecen tener en el espejo del pasado el reflejo de la Biblioteca Nacional —o al menos a las descripciones que se hacían de ella en un tiempo no muy distante—, donde se la mostraba como un simple depósito inanimado de libros, sin recursos ni proyectos. Se puede afirmar que Groussac coincidía en buena parte con esas descripciones, quizá impulsado por el razonamiento que obró en la mayoría de los que dirigieron la institución y partieron de un diagnóstico negativo, a veces peyorativo, de la tarea de sus predecesores. De esta actitud diacrónica dio cuenta Horacio González al hablar de Carlos Melo, sucesor de Groussac, que no solo le imputó haber concebido la biblioteca como un «organismo en reposo», sino que lo acusó de obstaculizar la consulta pública del fondo nacional para su propio beneficio interpretativo de la historia y literatura del país (González, 2010, pp. 114-115). Desde luego, nada de eso en realidad había ocurrido así. Pero la apariencia lejana de los cuarenta años de Groussac al frente de la institución junto con la mala fama que se había gestado sobre su figura —a veces justificada— dejaron crecer el murmullo de esas impresiones. Al igual que la distorsión desdichada de una obra de biblioteca que se desarrolló sobre dos dimensiones fundamentales pero entrelazadas: una abstracta, histórica y literaria —vinculada al encadenamiento ancestral de la cita y afiliada a una noción de documento y de trabajo intelectual que buscaba recalibrar desde su lugar de autoridad— y otra práctica —en la que procuró hacer de la biblioteca un artefacto subsidiario del campo intelectual argentino—. Las propuestas se abrieron en dos senderos, por un lado, la visibilidad de la institución como ágora, sensibilizada a través de la revista La Biblioteca y, en menor medida, de Anales de la Biblioteca, por el otro, la biblioteconómica y bibliográfica, cuyos resultados más prominentes fueron la publicación de los catálogos y la mudanza del edificio. La primera de estas dimensiones, junto con su canalización en las revistas editadas por el establecimiento, fueron percibidas por la crítica como parte del juego simbólico jugado por Groussac en el campo intelectual del entresiglos, en el que procuró ajustar los resortes del posicionamiento para él mismo y para otros participantes en el ámbito del poder político, los temas y las disputas por la historia y el porvenir de la nación. En este plano, aparece siempre como un testimonio tangible del complejo y tenso sistema de equilibrios: el final abrupto de La Biblioteca. Como se sabe, la revista reunió viejas y nuevas plumas, que, bajo la coordinación de Groussac, produjeron un terreno fértil para la polémica intelectual de la época, pero distanciado de la tribuna periodística. Una de estas disputas tuvo al autor como protagonista frente a la tarea historiográfica de Norberto Piñero en el tratamiento de los escritos de Mariano Moreno y, en especial, sobre el carácter y la veracidad documental de Plan de operaciones —texto fundamental de toda la historia política de la Argentina—. La crítica groussaquiana sobre la pericia y la experticia en el manejo de la memoria nacional había llegado, tal vez, en una coyuntura equivocada. Piñero ejercía por entonces como diplomático en las mediaciones por la definición de límites con Chile, de manera que el desprestigio al que era sometido por el director de la Biblioteca Nacional lo dejaba en una posición de relativa vulnerabilidad (Bruno, 2005). El final es conocido: un llamado de atención por parte del ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública bastó para que Groussac cancelara la publicación por considerar que la intromisión del poder político contrariaba la finalidad de la revista. Es dable afirmar que este episodio mostró la subordinación que el campo intelectual mantenía respecto a la política (Delgado y Espósito, 1997; Delgado, 2010). La biblioteca —como institución (dimensión práctica)— continúo favoreciendo la producción historiográfica y literaria sobre la base biblioteconómica y bibliográfica de su actividad, solo que esta funcionalidad fue menos rutilante y aparente, o más silenciosa. En otras palabras, ¿cómo mensurar el efecto de las sucesivas consultas que auspició, por ejemplo, la organización del fondo y la publicación del catálogo general y de manuscritos? Esta obra o disposición técnica también fue producida a resguardo de la estructura dispuesta por el Estado liberal y sus agencias para la elaboración de una historia o de una literatura, y fue resuelta por Groussac conceptual y metodológicamente antes que en la práctica misma.

3. Bibliotecas, del concepto al método

Esos conceptos generales de biblioteca que Birabén y Groussac formaron de distintas maneras —en torno a una historia singular y sumergidos entre los dilemas movidos por una demanda social creciente y a la vez específica— debieron contar, de forma adicional, con una serie de nociones de menor jerarquía, pero que operaron como puntales de aquellas ideas. La primera de estas categorías remite a la asociación del par terminológico: bibliografía y biblioteconomía. Esto es más claro en el planteo de Birabén, cuyo objetivo era precisar los lindes conceptuales de un objeto de conocimiento en ciernes. Para él, la bibliografía había alcanzado el estatuto de ciencia, por cuanto disponía de un objeto de estudio, comprendido por el abordaje de los procesos de producción, distribución, inventario, estadística, conservación y utilización de los documentos, incluidas las artes de la librería y la biblioteconomía. Esta nueva disciplina también disponía de un fin práctico, que consistía en organizar y vincular ese conjunto de documentos para crear, a partir del orden, herramientas especializadas de acceso al saber para atender las necesidades de los intelectuales (Birabén, 1904, p. 13). Estas máquinas de explorar el tiempo y el espacio que eran los repertorios y las bibliografías —la caracterización es de Otlet— no eran como los catálogos y los índices de otros tiempos. Su potencia de método prometía acompañar el desarrollo científico sobre la base de la cooperación internacional y la compilación de referencias retrospectivas y corrientes, universales, generales y específicas, sintéticas y analíticas. La confección y el manejo de los diferentes tipos de repertorios constituía el sentido restringido de la bibliografía —que excluía a la biblioteconomía— y considera a esta última como la ciencia de la clasificación y la descripción de los libros, de la organización de las bibliotecas y de su historia. Esta era la idea que durante el siglo XIX adquirió de forma progresiva la biblioteconomía desde que Constantin acuñó el término en 1839 con el propósito de generar esa separación de campos y crear, al mismo tiempo, una especialización en materia de bibliotecas (Balsamo, 1998)[3]. En palabras propias o a través de las que tomó de Otlet, Birabén alude en su texto a esa idea, aunque casi sin mencionarla, y siempre la representó como una disciplina entre paredes, es decir, asociada a la cotidianidad de la biblioteca, sin conexión con el mundo exterior. De allí que, en términos teóricos, la propuesta de refundar las bibliotecas a partir de la introducción de la bibliografía, como una suerte de soplo vivificador, resultara por momentos convincente.

Groussac, por su parte, prescinde de ingresar al debate bibliotecológico desde el plano nocional. De hecho, el término biblioteconomía, como en Birabén, no aparece casi mencionado en su introducción del Catálogo metódico de la Biblioteca Nacional: ciencias y arte y, en todo caso, su significación también quedó limitada a la biblioteca. La diferencia entre uno y otro fue la carga valorativa que le atribuyeron: mientras que para Birabén la biblioteconomía no respondía de manera satisfactoria a la demanda social de acceso al conocimiento, Groussac debió apelar a sus herramientas para hacer funcionar la Biblioteca Nacional, sin otra exigencia que esta. En este sentido, al hilvanar las dimensiones que utilizó en el balance de sus primeros ocho años de administración al frente de la institución —junto con algunas cavilaciones y otras acciones que esperaba cumplir en un futuro no muy lejano—, se comprende el uso que hizo de los saberes biblioteconómicos de la época:

  1. analizó la colección entre el derrotero histórico que la creó, el volumen total del fondo y su distribución por materias; 
  2. proyectó las futuras adquisiciones a partir de los hiatos descubiertos al poner a punto el catálogo e incluyó, además, una propuesta de depósito legal; 
  3. produjo un registro estadístico de la concurrencia de lectores, entendido como una ecuación entre la totalidad de los préstamos y las materias solicitadas; 
  4. estudió las condiciones edilicias de los espacios destinados para el depósito de libros y las comodidades de la sala de lectura; 
  5. elaboró ese catálogo único, sistemático e impreso, representación de la obra bibliotecaria por excelencia que Groussac acometió, y en cuyo prefacio dejó algo más que la historia de la biblioteca. 

Ese algo más fue la explicación de los parámetros o caminos que siguió para clasificar el fondo de la institución. Esto obligó al autor a salir de su silencio e intervenir en el terreno bibliográfico no tanto porque estuviera interesado teóricamente en la materia, sino porque el sentido práctico de su proyecto requirió ciertas justificaciones. La primera remite al dilema de la clasificación, que fue, a juicio de la crítica, uno de los vectores de la historia de la bibliotecología (Barber, et al, 2002). Quienes se han ocupado de ordenar los catálogos metódicos —comentaba Groussac— a menudo se equivocaban al mezclar este campo con las taxonomías ideadas para las ciencias. Al ingresar en esta confusión, se embarcaron de forma absurda en planes ambiciosos y reformadores como el que Francis Bacon emprendió a la salida del Medioevo, pero con resultados a menudo lamentables para los lectores de sus productos. Si bien durante la modernidad la organización del conocimiento encontró cruces entre esos ámbitos —tal como lo mostró Peter Burke (2002) en su examen sobre la cuestión—, para Groussac, un repertorio bibliográfico tenía como único fin la comodidad de quienes lo utilizaban, y es por esta cualidad que la lógica de las clasificaciones científicas —por muy exactas y razonadas que se presentaran— no resultaban adecuadas para los libros. Si así fuera, proseguía el autor, un catálogo diagramado bajo el criterio empleado por Herbert Spencer para la ciencia —en el que se requería separar las materias abstractas de las abstracto‍-concretas y de las concretas— daría como resultado una proximidad comprometedora entre los psicólogos, los astrónomos y los geólogos, con el perjuicio evidente para quien tuviera que realizar una búsqueda (Groussac, 1893, p. 83). Al rechazar el cruce de estos ámbitos, Groussac se sumergió de lleno en el debate más álgido de la bibliografía del siglo XIX con algunas sugerencias vinculadas a la practicidad de los catálogos, pero que de ninguna manera quería decir simplicidad o sencillez del ejercicio taxonómico. González (2010), que presentó este dilema como un tópico de la época groussaquiana de la Biblioteca Nacional, infirió correctamente de la introducción al Catálogo metódico de la Biblioteca Nacional: ciencias y arte una vocación por la indefinición clasificatoria. Para Groussac, los asuntos que se trataban en los libros o que se interpretaban de su lectura no se ajustaban sin forzamientos u olvidos parciales a categorías fijas o preestablecidas. En sus palabras: «En cada clase bibliográfica, se cuentan por centenares las producciones heterogéneas, compuestas de tres o cuatro materias ya combinadas, ya simplemente yuxtapuestas, cuya clasificación tiene que ser vacilante y discutible» (Groussac, 1893, p. 86). Pero la vaguedad relativa de este principio cognitivo concluía en la primacía práctica, en el acto último de someter cuanta obra se haya escrito a un compartimiento bibliográfico único y ofrecer como modesto paliativo llamadas y referencias desde otras entradas. En este punto, Groussac rehuyó de las especulaciones para declinar el discurso de la materia a favor de la finalidad, que era facilitar el trabajo de los lectores, porque, en definitiva, «un catálogo es por excelencia una obra de vulgarización, un instrumento de manejo inmediato y fácil» (Groussac, 1893, p. 87).

Esa zona común que compartieron Birabén y Groussac en lo que respecta a la noción de servicio al lector —que fue una característica cuasiontológica de la bibliotecología del siglo XIX— no significó el desarrollo de un mismo método, aun cuando ambos vieron que en el fondo de esta cuestión estaba el dilema de la clasificación. Para Birabén, clasificar significaba ordenar, vincular, coordinar y unificar los conocimientos según un sistema taxonómico riguroso. Este sistema era la Clasificación Decimal Universal (CDU), cuya principal virtud —según la interpretación del autor— residía en la amplitud y la funcionalidad de su esquema, que estaba sostenido por un criterio científico de clasificación bibliográfica y desarrollado sobre la base de un procedimiento de equivalencia entre las nomenclaturas derivadas de dicho criterio y una notación que las representaba como expresión numérica. Birabén fue cuidadoso al recuperar de Otlet y La Fontaine la distinción conceptual entre una clasificación de la ciencia y un criterio científico de clasificación. El juego de palabras era propenso a malas interpretaciones, pero mientras que la primera cuestión estaba asociada a las operaciones metodológicas —según las cuales se definían sin cesar los objetos por clasificar de una disciplina (la botánica, por ejemplo) y cuyas categorías era susceptibles de ser alteradas por un hallazgo u otras medidas modificatorias consideradas legítimas—, la segunda era sostenida sobre un acuerdo de época acerca de lo que hacía que un campo del saber ocupara un espacio y se diferenciara al mismo tiempo de otro. La idea de consenso era arbitraria hasta el límite de lo pensable, lo consuetudinario o lo usable. Lo científico de su organización era, en este plano, una pretensión de rigurosidad procedimental amparada en los especialistas que —según Otlet y La Fontaine— contribuyeron con su desarrollo (como se citó en Birabén, 1094, p. 21).

Desde su publicación hasta la actualidad, la CDUfue objeto de cientos y cientos de manuales interpretativos, guías de uso, revisiones y artículos críticos. Birabén no llevó las cosas a ese punto, pero al introducir tempranamente esta idea entre un público nuevo y apenas relacionado en ese momento con las propuestas del IIB, debió mostrar que, en su genealogía, se hallaba el reconocido sistema de clasificación publicado en 1876 por el bibliotecario norteamericano Melvin Dewey. A él se le debía la división de los conocimientos humanos en diez grupos y sus respectivas representaciones en números arábicos (Barité, 2015). Inicialmente, las clases utilizadas fueron: 0 Obras generales; 1 Filosofía; 2 Religión, teología; 3 Ciencias sociales, Derecho; 4 Filología; 5 Ciencias naturales; 6 Ciencias aplicadas; 7 Bellas artes; 8 Literatura; 9 Historia y geografía. Cada una de estas notaciones era susceptible de subdividirse en otros diez grupos tantas veces como fuese necesario para alcanzar los más profundos niveles de especialización. Birabén ejemplificó esta circunstancia con la materia bibliografía, cuya desagregación del todo hacia la parte, del género a la especie, se puede seguir en la siguiente cadena: 0 Obras generales;  01 Bibliografía;  010 Generalidades de la bibliografía; 01.09 Historia de la bibliografía. Sobre la matriz pensada por Dewey, explicaba el autor, Otlet profundizó el desarrollo de las clases y propició el uso intensivo y constante de una serie de símbolos operativos que permitieron relacionar las notaciones y clarificar su empleo de diversas maneras (punto de vista, tiempo, forma, lugar, etc.). Así, por caso, en la portada de su trabajo brindó una muestra de la utilidad de estas herramientas supletorias al condensar el tema de su ensayo de esta manera: 021:378 (82.11), siendo 021 Utilidad y función de las bibliotecas (clase general, biblioteconomía); los dos puntos son el signo de relación o conexión entre clases; 378 Enseñanza superior (clase general, educación); el paréntesis, calificador de lugar: Argentina (82), Capital Federal (11). La razón de este énfasis diferencial entre un esquema y otro estaba en los objetivos para los que habían sido creados o desarrollados: mientras que originalmente Dewey ideó una clasificación para bibliotecas, Otlet y La Fontaine, y por contigüidad Birabén, buscaban una codificación para el intercambio bibliográfico a escala internacional.

Cuando Groussac emprendió la catalogación de las obras disponibles en la Biblioteca Nacional todavía no se había reunido el congreso de bibliógrafos que dio origen al IIB y a toda la batería metodológica que este trajo consigo. Aun si hubiera sido factible temporalmente, el autor sostenía otros principios a los que se mantuvo apegado para la organización de la biblioteca. Esos principios estaban inspirados en la clasificación bibliográfica elaborada por el librero parisino Jacques-Charles Brunet, quien a comienzos del siglo XIX se había hecho célebre entre los especialistas del libro tras publicar el Manuel du libraire et de l’amateur de livres (primera edición, 1810; quinta y última, 1860). Este repertorio, además de brindar información valiosa para sus lectores sobre las características singulares de las obras reunidas, incluyó una tabla metódica que, con posterioridad, fue utilizada por los bibliotecarios como modelo de trabajo, a veces fue seguido con rigor y en otras oportunidades modificado en alguno de sus aspectos (Bálsamo, 1998). Este último fue el caso de Groussac, aunque, con anterioridad a él, Vicente Quesada había propuesto su utilización para la Biblioteca Pública de Buenos Aires, tras haber señalado el valor de esta herramienta en su investigación sobre las bibliotecas europeas (Zeballos, Bizzotto y Arcella, 2009). Este antecedente, que hacía presumir la correcta adecuación del esquema de Brunet al fondo de la Biblioteca Nacional, pudo valer como una buena razón para su efectiva adopción, pero Groussac no concedió este reconocimiento. En cambio, señaló que uno de los motivos en juego era la proximidad —cronológica y de formas— entre los libros recogidos por Brunet y los que estaban disponibles en la biblioteca, de acuerdo con el proceso histórico de constitución de su acervo. Asimismo, reforzó la pertinencia de esta elección al subrayar que el volumen de referencias que organizaba el Manuel du libraire et de l’amateur de livres era casi idéntico al que estaba por catalogarse al momento de iniciar el proyecto. Finalmente, Groussac se detuvo con peculiar interés en los beneficios del sistema de clasificación. Como se sabe, Brunet había diagramado el repertorio, según una tradición de libreros parisinos, en cinco grupos temáticos, susceptible de subdivisiones: teología, jurisprudencia, ciencias, artes y bellas letras, historia (San Segundo Manuel, 1992). El número de categorías, como las regiones geográficas del mundo —observaba Groussac— se prestaba al mejor reconocimiento temático por parte de los lectores, aun cuando el interior de cada una de ellas, por tratarse de un esquema de larga data, diera como resultado algunas vecindades indecorosas, como la que mantenía las ciencias médicas con la alquimia. Pero ese orden general que Brunet le había dado a su repertorio, en el que le otorgó a la religión el primer lugar en la jerarquía del conocimiento, no se podía sostener a falta de un lustro para el inicio del siglo XX. A los más obvios argumentos sobre la caída del saber teológico, mantener esa estructura hubiera obligado a Groussac a concederle a esta materia —y por un claro sesgo occidentalista, a la Iglesia católica como su productor privilegiado— el primer tomo de su gran obra bibliotecológica. Esto se opondría, en cierta medida, a su trayectoria como defensor de la cultura laica (basta ver su participación en el congreso de pedagogía que dio origen a la Ley 1420 de educación pública, obligatoria y laica) y a desentender al mismo tiempo las particularidades del fondo de la Biblioteca Nacional, que apenas contaba con dos mil títulos de este carácter. Sin embargo, el autor no desterró esta clase, sino que la remitió al quinto y último lugar, «[porque su] actual esterilidad no puede borrar el recuerdo de su pasada gloria» (Groussac, 1893, p. 89). Con esta modificación, las cuatro categorías principales que planificó para el Catálogo metódico de la Biblioteca Nacional quedaron de esta manera: 1 Ciencias y artes; 2 Historia; 3 Ciencias políticas; 4 Literatura. En el plano de las subdivisiones, el criterio de generalización decreciente sería aplicado en cada una de las secciones. Así, por ejemplo, en el primer tomo, la clase ciencias fue encabezada por filosofía, por constituir el estudio del espíritu humano (reemplazo moderno de la teología), y seguida por las matemáticas, la física, las naturales, la medicina y, en último término —con el desgano inclusivo que denota la idea apéndice— las ciencias ocultas. Las artes, por su parte, siguieron este ordenamiento: bellas artes, artes e industrias, ejercicios y juegos. A cada una de estas grandes subdivisiones le seguían otras, variables en cantidad según las disciplinas comprendidas en ellas. Pero la más virtuosa rigurosidad taxonómica no impedía, a juicio de Groussac, la más burda alineación alfabética: «Un catálogo es democrático como una muchedumbre; y todos los compartimientos no impedirán que el orden alfabético y lo vasto de la repetición hagan codear a Galileo por el señor Ganot» (Groussac, 1893, p. 92)[4].

Bibliografía, biblioteconomía y clasificación fueron nociones constitutivas de las ideas de biblioteca que Birabén y Groussac debieron poner a punto —con mayor o menor grado de desarrollo y orientadas a diferentes objetivos— para justificar y traccionar sus respectivos proyectos. En otros términos: la adecuación operativa de esas nociones suponía una funcionalización de las bibliotecas a las crecientes demandas del público especializado durante el entresiglos. En Birabén, como quedó dicho, el despliegue de sus ideales —siempre inspirado en el modelo creado por el Instituto Internacional de Bibliografía— nunca pasó de las primeras pruebas. En La futura biblioteca universitaria el autor explicó paso a paso de qué manera organizar la iniciativa que se le había confiado, que inicialmente no tenía otro propósito aparente que el de reunir y ordenar una colección de libros sobre la enseñanza universitaria (Menéndez Navarro et al., 2002). La clave estaba en el método: a través de su implementación, Birabén se jugaba una ficha para transformar la concepción de las autoridades, que habían imaginado recibir un simple repositorio, y a quienes se les entregaría, en cambio, una representación a escala de una máquina de ingeniería documental. En ello iba también el germen de la adhesión a la cooperación internacional promovida desde el IIB, y que el autor pretendía alcanzar. El primer paso, entonces, suponía transferir a la nueva biblioteca el poder para intervenir en los procesos calcográficos de las bibliotecas de facultades con el objetivo de ajustar y homogeneizar la confección de los registros bibliográficos desde una entidad central. Estos estándares estaban definidos de antemano. Birabén no era ingenuo respecto a las dificultades y las oposiciones que le esperaban a la vuelta de la esquina, pero también confiaba en obtener, así, la llave de acceso a todos los establecimientos. Mientras tanto, bajo el rótulo de servicio de obra, manifestó el alcance de las tareas comprometidas con la organización de la biblioteca pedagógica propiamente dicha: el criterio de colección, el orden topográfico, la confección de las fichas, el empleo de la clasificación decimal y las modalidades de préstamos, entre otras cuestiones. Hasta allí no había más novedades que las herramientas que prometía utilizar. La modificación fundamental a la estructura bibliotecaria tradicional estaba dada por el segundo pivote del método, y que Birabén reconoció con el nombre de servicio bibliográfico. Una parte de este servicio partía de la producción del catálogo de fichas de la biblioteca, que incluía información bibliográfica de los documentos, una reseña de su contenido y la asignación de una notación decimal lo más específica posible. En su totalidad, el fichero resultante formaría algo similar a bibliografía nacional sobre la enseñanza superior. Así, su compilación y envío al Repertorio Bibliográfico Universal le permitiría a la institución beneficiarse de su consulta y elaborar —a pedido de los lectores— bibliografías especializadas que incluyeran de forma eventual tanto las obras nacionales como las extranjeras. De este modo, se cumplía esa apuesta primordial y teórica que significaba en Birabén romper las paredes de las bibliotecas. Finalmente, el servicio de publicación, derivado de aquel proceso calcográfico primordial, tenía como finalidad difundir la producción científica —en este caso, relativa a la enseñanza universitaria— de la manera más amplia posible a través de un boletín bibliográfico periódico de circulación internacional. Toda esta empresa, tal como fue advertido por Menéndez Navarro et al. (2002), demoró tres años en encontrar financiamiento. En 1908 comenzaron las actividades: el resultado fue extraordinario. Según estos autores, en apenes trece meses, y sobre la base de unos seiscientos volúmenes procesados, se confeccionaron las fichas para los cinco catálogos de la biblioteca (inventario, autor, título, materia y topográfico), se inició el Catálogo colectivo universitario, la Bibliografía argentina y se remitieron fichas al IIB. La metodología ensayada había demostrado su eficacia, pero los fondos que se requerían para avanzar con la propuesta estaban lejos de la inversión que la universidad juzgó oportuno hacer. Con el final de esta prueba Birabén inició un periplo militante de su propia iniciativa que lo llevó a participar en diferentes espacios en Argentina y América Latina, pero con resultados casi siempre frustrantes.

La historia de Groussac es, desde luego, bien diferente en este punto. Sumergido entre las complicaciones administrativas que le depararon el día a día de la institución —que debió afrontar y resolver como funcionario que era— y ocupado también en crear los artificios que vincularan a la biblioteca con el incipiente campo intelectual, tuvo la responsabilidad de hacer una obra bibliotecaria, la obligación de darle sentido práctico a la colección. El Catálogo metódico de la Biblioteca Nacional fue su primera gran decisión. El trabajo siguió los parámetros tradicionales para la organización de repertorios: en el cuerpo principal, las referencias bibliográficas completas, reunidas por temas y ordenadas de manera alfabética por autor. Luego, dos tablas auxiliares, dispuestas para facilitar la búsqueda: la de autor y la de colaboradores. Según el propio Groussac, el personal de la biblioteca se ocupó de la confección de las citas y el armado de las listas, mientras que él tomó a su cargo la clasificación y la corrección de las pruebas. En 1893 salió la primera entrega, de ciencias y artes, precedida de la Historia de la Biblioteca Nacional. Inicialmente, el resto de las materias serían recogidas en otros dos tomos, y así finalizaría la empresa, pero el proyecto se dilató. Tanto se dilató que el séptimo y último volumen se editó en 1932, ya con Martínez Zuviría en la dirección del establecimiento. La secuencia de aparición del catálogo impreso siguió este ritmo: I- Ciencias y artes, 1893; II- Historia y geografía, 1900; III- Literatura, 1911; IV- Derecho, 1915; V- Ciencias y artes (segunda parte), 1919; VI- Historia y geografía (segunda parte), 1925; VII- Literatura (segunda parte), 1932. Si estos tomos constituyeron la publicidad de la biblioteca, los que permitieron hacer conocer las obras del acervo, no fueron los únicos elaborados durante el largo interregno groussaquiano. Como subrayaron Zeballos et al. (2009), en la biblioteca se confeccionaba con cotidianeidad un catálogo de fichas, muchas de las cuales fueron escritas por el propio Groussac. Asimismo, estos autores relevaron otros catálogos impresos del período, como el de revistas y periódicos (1901), el de documentos del Archivo General de Indias (1904), el de manuscritos (1905) y algunos que resultan sin duda llamativos, pero que formaron parte, en definitiva, de las herramientas de búsqueda y exploración del acervo, como el Catálogo de obras que se encuentran en mayor cantidad (1902) o el Catálogo de las obras que los lectores pueden consultar en los pupitres laterales del salón de lectura (1902). En materia bibliográfica, le gustaba decir a Groussac, mejor sacrificar la elegancia por la utilidad.

4. Consideraciones finales

Paul Groussac murió el 27 de junio de 1929; unos meses después, el 17 de setiembre, fallecía Federico Birabén. Anclados en puntos de vista muy diferentes, y ubicados también en ámbitos y posiciones disímiles, ambos autores contribuyeron a prolongar la institución biblioteca y a darle una forma teórica elemental. Estas ideas, como se observó, formaron parte de una tarea intelectual muy singular en el entresiglos argentino, relacionada con la disposición a crear —primero desde la articulación conceptual y luego desde la práctica bibliotecaria— las condiciones materiales adecuadas para la producción del conocimiento. Esa motivación —propiciada por los cambios globales en las estructuras del saber y de las disciplinas, en las transformaciones cuantitativas, en la circulación de los textos, en la abundancia de los títulos de revistas y en la percepción de época que los propios actores tenían de estas modificaciones en curso— creó una bisagra en la historia de las bibliotecas en Argentina apenas explorada por la crítica, si se las observa desde el punto de vista de las ideas bibliotecarias y sus vínculos con la cultura intelectual de la época.

Esas ideas que aquí se procuraron restituir expresaron modos de percibir la biblioteca. En la perspectiva de Groussac, confluyeron su vocación histórica por comprender lo social con el proceso que había dado origen a la Biblioteca Nacional, y del cual él mismo había dado buena cuenta en el prefacio del Catálogo metódico de la Biblioteca Nacional: ciencias y arte. Es cierto que el autor no se preocupó de manera sostenida o con vocación disciplinar por la bibliografía o la biblioteconomía, pero al estar al frente del repositorio más importante del país, con las herencias que ello implicaba, debió acometer una obra de biblioteca que lo condujo a tomar decisiones teóricas, a escoger herramientas de esas disciplinas y a evaluar de qué modo era posible adaptarlas a la institución. Y en esto se jugó una buena parte de su concepto de biblioteca —la otra fue aquella que la crítica groussaquiana conocida escudriñó a través de ciertos hitos de su administración en relación con el campo intelectual—. Un concepto, entonces, que partió de la resolución de los dilemas bibliográficos y se encaminó en un sentido práctico, subsidiario de los materiales conservados en el acervo. Así, al reelaborar las categorías formales de la clásica obra de Brunet, no tuvo interés ni margen para sumergirse en delicadeces taxonómicas o abrevar en una elaboración cognitiva del objeto; la necesidad de crear un repertorio de circulación pública capaz de ordenar una colección de unas treinta y dos mil obras —con potencial de crecimiento— suponía una tarea vasta y angustiante. Este catálogo, junto a los entresijos y las argumentaciones que el propio Groussac declaró en sus preliminares como la condensación de unas opiniones y unos métodos, fue el que selló de manera tangible el carácter de la biblioteca como una institución de memoria, coincidente y accesoria de la cultura intelectual que estaba en el horizonte de su conductor.

En cambio, la idea de las bibliotecas como laboratorios intelectuales a la que aspiraba Birabén había nacido de ese hito fundante que fue el Instituto Internacional Bibliográfico, con métodos renovadores y bajo el amparo de una nueva y prometedora disciplina: la documentación. Inmerso en este avatar de las técnicas de registro y control de la literatura científica, Birabén podía ver con optimismo una transformación de las bibliotecas, ahora concebidas menos como espacialidades fijas y más como nudos en una red textual infinita. Y a la tarea de recepcionar y difundir esta perspectiva estuvo dedicada esa obra de singular carácter bibliotecario que fue La futura biblioteca universitaria, donde buscó fundir, en la idea decimonónica de la biblioteconomía, la concepción más amplia que la bibliografía tenía de la circulación de material de las ideas y de las metodologías de recuperación de información adecuadas para ese momento de particular expansión cuantitativa. Esta licencia teórica, que hizo del aporte de Birabén una apuesta original en el contexto del campo, se vio favorecida por la escasa participación del autor en la vida cotidiana de las instituciones. Sin embargo, no se trata de ver aquí que la distancia con el objeto de conocimiento benefició la creación o adopción de unos principios interpretativos audaces —como es, en rigor, en este caso—, sino de retener esta condición inherente al proceso creativo, en el que la inercia de una historia cristalizada en normas de uso y en un acervo ya definido no sugirieron un punto de partida para una obra de biblioteca. Así las cosas, Birabén emprendió una reconstrucción conceptual de la obra de Otlet: recopiló abundante bibliografía de este y otros bibliógrafos, seleccionó pasajes, subrayó sentidos, recuperó figuras para crear efectos retóricos convincentes —como la apelación a esa imaginería cuasifuturista de los repertorios como máquinas de explorar el tiempo y el espacio—, especificó alcances terminológicos y, sobre esa base sólida, argumentó un proyecto de participación nacional en el vasto y complejo ámbito internacional del intercambio científico.

A la pregunta más extensa acerca de cómo las bibliotecas de Argentina procuraron brindar respuesta a las grandes mutaciones de la cultura escrita en el espacio intelectual y científico del entresiglos, el camino escogido en este ensayo insistió en los entresijos conceptuales que los iniciadores del campo debieron resolver antes de pulsar los acordes de la práctica. Porque en este sendero poco explorado por la crítica no solo se encuentran dispersos los argumentos y las decisiones metodológicas —que contribuyeron a crear los cimientos de la bibliotecología en tiempos en los que era más propio hablar de un arte que de una disciplina—, sino también porque en estos testimonios se halla objetivada una preocupación por la biblioteca en la cultura intelectual y científica que excedió la noción que la asociaba a la metáfora de la exploración y conocimiento para volverse un problema contemporáneo.

 

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Notas

[1] François-Paul Groussac fue un destacado historiador, novelista y crítico. Nació en Francia en 1848. Se radicó en Buenos Aires en 1866, donde desarrolló una intensa labor intelectual por la que fue reconocido y estudiado hasta la actualidad. Además de sus ocupaciones como docente, inspector y redactor de periódicos, estuvo a cargo de la Biblioteca Nacional de Argentina durante poco más de cuatro décadas, entre 1885 y 1929, año en el que murió. Sobre Groussac se escribió mucho, dada la centralidad de su figura. Para un trabajo integral, puede consultarse Paul Groussac, un estratega intelectual, de Paula Bruno (2005).

[2] Federico Birabén nació en la ciudad de Buenos Aires en 1867. Cursó sus estudios en la Facultad de Ciencias Exactas, Física y Naturales de la Universidad de Buenos Aires, donde se graduó como ingeniero civil. En la reseña biográfica preparada por Vicente Cutolo (1968) se destaca, por sobre otras facetas, su participación en el ámbito bibliotecario. Murió en 1929. Una biografía intelectual de Birabén aún está pendiente.

[3] En Argentina el término biblioteconomía está presente, hasta donde se pudo constatar, desde la obra de Vicente Quesada Las bibliotecas europeas y algunas de la América Latina (1877). El autor, seguidor de las ideas de Constantin, entendió que esta disciplina se ocupaba «de la formación y administración de las bibliotecas, por consiguiente, de la catalogación, timbre y colocación de los libros, régimen interno y relaciones para con el público» (Quesada, 1877, p. 17). Sin embargo, el uso de este término no fue constante, aunque su sentido generalmente remitió al alcance decimonónico. En 1939, Manuel Selva, responsable de los primeros cursos de formación de bibliotecarios y bibliotecarias, aún empleaba esa designación con la misma significación.

[4] Groussac juega con la ironía al colocar a Galileo, uno de los grandes sabios del Renacimiento, junto a Adolphe Ganot, que fue un autor francés reconocido en el campo de la educación del siglo xix por sus libros de textos sobre física. En Argentina, su trabajo Elementos de física alcanzó una circulación importante.

 

Notas del editor

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Nota corrección de estilo

La corrección de estilo del presente texto fue realizada por Lucía Grifgierchik, en el marco del convenio celebrado entre la FHCE (Tecnicatura Universitaria en Corrección de Estilo-Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación) y la FIC (Facultad de Información y Comunicación).