Informatio
27(2), 2022, pp. 276-303
ISSN: 2301-1378
DOI: 10.35643/Info.27.2.14
Artículo original
1 Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF), Argentina. Valentín Gómez 4828, CP (B1678ABJ) - Caseros, Provincia de Buenos Aires. Correo electrónico: mmramirez@untref.edu.ar
El objetivo de este trabajo es analizar las intervenciones de los editores en la prensa cultural argentina en relación con los cambios del mercado editorial a finales del siglo XX. Entre 1988 y 1998 los editores escribieron en revistas literarias en secciones fijas para el mismo público destinatario de los libros que lanzaban al mercado. A diferencia de las publicaciones anteriores, cuando los editores escribían para sus pares, a finales de los años ochenta los editores se hicieron visibles para el público. Las publicaciones de los editores en la revista Babel y las entrevistas en La Gandhi Argentina se leyeron desde la historia y la sociología cultural. Los editores, en el acto de tomar la palabra, situaron su práctica en comparación con el pasado reciente y marcaron la tensión entre las distintas lógicas económicas de los bienes culturales. La figura del editor apareció en la prensa a medida que perdió espacio en la gestión editorial y las decisiones estuvieron a cargo del área comercial y de marketing. En un país sin archivos editoriales ni bibliografía nacional, los escritos y entrevistas a editores sirven para reconstruir fragmentos de su labor y del catálogo ausente, al menos hasta la implementación del ISBN.
Palabras clave: PRENSA; SIGLO XX; EDITORIAL; LIBRERÍA; MERCADO.
The objective is to analyze the interventions of editors in the Argentine cultural press in relation to the changes in the publishing market at the end of the twentieth century. Between 1988 and 1998, editors wrote in literary magazines in regular sections for the same target audience of the books they launched into the market. Unlike earlier publications, when editors wrote for their peers, in the late 1980s editors became visible to the public. The editors' publications in Babel magazine and the interviews in La Gandhi Argentina were read from the perspective of history and cultural sociology. The editors in the act of taking the floor situated their practice in comparison with the recent past and marked the tension between the different economic logics of cultural goods. The figure of the editor appeared in the press as he lost space in editorial management and decisions were taken by the commercial and marketing area. In a country without publishing archives or national bibliography, the writings and interviews with publishers serve to reconstruct fragments of their work and the absent catalog, at least until the implementation of the ISBN.
Keywords: PRESS, 20TH CENTURY, EDITORIAL, BOOKSTORE, BOOK MARKET.
O objetivo é analisar as intervenções dos editores na imprensa cultural argentina em relação às mudanças no mercado editorial no final do século XX. Entre 1988 e 1998, os editores escreveram em revistas literárias em seções fixas para o mesmo público alvo que os livros que lançaram no mercado. Em contraste com as publicações anteriores, quando os editores escreviam para seus pares, no final dos anos 80, os editores se tornaram visíveis ao público. As publicações dos editores na revista Babel e as entrevistas em La Gandhi Argentina foram lidas a partir da perspectiva da história e da sociologia cultural. As editoras no ato de tomar a palavra situaram sua prática em comparação com o passado recente e marcaram a tensão entre as diferentes lógicas econômicas dos bens culturais. A figura do editor apareceu na imprensa ao perder espaço na gestão editorial e as decisões foram tomadas pelas áreas comercial e de marketing. Em um país sem publicar arquivos ou bibliografia nacional, os escritos e entrevistas com editores servem para reconstruir fragmentos de seu trabalho e o catálogo ausente, pelo menos até a implementação do ISBN.
Palavras-chave: IMPRENSA, SÉCULO 20, EDITORA, LIVRARIA, MERCADO.
Fecha de recibido: | 05/08/2022 |
Fecha de aceptado: | 03/10/2022 |
La revista Los Libros, de finales de los años sesenta, estuvo financiada en sus primeros 21 números por la editorial Galerna, de Guillermo Schavelzon. El lema de su primera época era «Un mes de publicaciones en América Latina», como una forma de oficiar de guía para los lectores entre los múltiples libros que abarrotaban las mesas de las librerías en Buenos Aires. Con ese mismo tono se publicaron a finales del siglo XX las revistas Babel y La Gandhi Argentina, que se ocuparon de acompañar a sus lectores en la búsqueda de libros y lecturas. Al focalizarse en los libros, reconocieron el lugar del editor como mediador cultural y curador de contenido, pero también como una voz necesaria en el ámbito de las letras para visibilizar los cambios que comenzaba a sufrir el mercado del libro local. Ambas revistas establecieron una sección fija donde la figura del editor, hasta ese momento parcialmente ignorada por el público de las publicaciones literarias, tomó la palabra para historizar y analizar el mercado del libro en Argentina.
El objetivo del artículo es analizar cómo la visibilización del rol del editor en la prensa literaria se relacionó con los cambios en el mercado editorial de finales del siglo XX. Los escritos y entrevistas a editores entre 1988 y 1998, en tiempos de cambios tecnológicos, hábitos de lectura y fusiones empresariales, presentaron con nostalgia las mutaciones del mundo del libro. Cuando la edición artesanal comenzaba su declive y el rol del editor disminuía en la toma de decisiones en la empresa (Schavelzon, 2005), la prensa recuperó la figura del mediador entre el texto y el libro. Los editores intuían que su oficio cambiaba. Las revistas Babel y La Gandhi Argentina fueron la superficie en la que dejaron sus palabras sobre el pasado que añoraban, el presente que los abrumaba con incertidumbre financiera y el futuro que no podían imaginar. En este período el mundo del libro comenzó a mudar de piel, tanto en lo que se refería al proceso de producción por la informatización del sector como por la dinámica empresarial ―que favoreció la concentración y transnacionalización editorial― y por la segmentación del público. Las revistas literarias analizadas hicieron su aporte, sin proponérselo, a la historia editorial de un país que carece de políticas para el resguardo de los archivos editoriales y de bibliografía nacional.
El mercado del libro pasó de la edición artesanal a la industrial en los años noventa, cuando editoriales nacionales fueron absorbidas por grupos editoriales, cuyos gerentes provenían de fuera del mundo del libro y buscaban lograr una rentabilidad que no era propia del sector (Schavelzon, 2005; 2022). El proceso de concentración editorial impulsó que se apostaran mayores recursos en pagos de regalías, promoción y marketing de los títulos de alta rotación en desmedro de los libros que pertenecían al fondo editorial (Schiffrin, 2000; Botto, 2006). Los editores, tanto en sus columnas como en las entrevistas, cuestionaban la literatura que se producía por una demanda del mercado, por ejemplo, los libros de autoayuda, que tenían una mayor rotación que aquellos títulos de un catálogo histórico que permanecía vigente a lo largo del tiempo. El corpus de análisis de las revistas Babel y La Gandhi Argentina corresponde al período que se inicia en 1988 y se cierra en 1998, donde los editores se presentan ante los lectores, historizan su pasado al comparar la práctica editorial en los años sesenta y principios de los setenta con los años noventa.
Los editores, al narrar el pasado de su oficio, presentaron los problemas que tuvieron que afrontar y recordaron algunos títulos que conformaron sus catálogos. En 1958 el erudito y editor Gregorio Weinberg (2020) dictó una conferencia bajo el título «El libro argentino y sus problemas», y entre las soluciones que propugnaba estaba la «publicación de una guía de ediciones nacionales para su distribución gratuita a libreros y lectores por América, España y Filipinas y a las instituciones culturales y bibliotecas de todo el mundo» (p. 98). Esta ausencia de los editores en la elaboración de catálogos se prolongó en el tiempo y es en la memoria de los editores donde se encuentran las pistas para la reconstrucción del catálogo.
Si bien el editor como figura pública en el siglo XX fue destacado y entrevistado en publicaciones del sector del libro como Biblos (1941-1957) y Papel, Libro, Revista (1942-1945), no tuvo una presencia sostenida en revistas literarias o en la prensa cultural. La palabra del editor estuvo ausente para analizar el mercado del libro, pero sí se lo consultó, por ejemplo, en notas periodísticas donde se preguntaba qué leían los argentinos o en recopilaciones de información sobre editoriales y librerías que fueron editadas en formato de libro (Buonocore, 1944). La representación que hizo la prensa del editor mutó en los años sesenta cuando se pasó de la seriedad y el gesto adusto en las fotografías rodeado de su biblioteca por el editor performance. Jorge Álvarez, editor que comandaba su sello homónimo, tuvo el olfato comercial antes que literario para adecuarse a los tiempos y transformaba las presentaciones de libros en happening, en los que hablaba de sí y en menor medida de los libros de autores ―a los que rara vez les pagaba regalías―, tal como recordó Guillermo Schavelzon (2022).
A finales de los años ochenta las intervenciones de editores en la revista Babel,como se verá más adelante, daban cuenta de la necesidad de profesionalización del campo disciplinar. En sintonía con esa demanda del sector, en 1991 se creó la carrera de Edición en la Universidad de Buenos Aires, bajo la dependencia de la Facultad de Filosofía y Letras. La conformación de un nuevo espacio académico necesitaría pronto comenzar a narrar su historia. Pero no fue desde los claustros donde se comenzó a tejer la historia editorial sino desde la prensa.
En la prensa de circulación nacional, en el veinteavo aniversario del golpe de Estado de 1976, se abrió un espacio en el periodismo cultural para comenzar a interpelar el rol del editor. Por ejemplo, en el suplemento «Primer plano» de Página/12, del 24 de marzo de 1996, se puso de relevancia la figura de Armando Alonso Piñeiro, periodista, editor y colaborador con la dictadura, que dirigió la colección «Humanismo y terror». El suplemento tenía como título «Ustedes no saben lo que se viene», frase que Rafael Perrotta, director de El Cronista, le dijo a Roberto Cossa luego de asistir a una reunión convocada por los responsables militares de comunicación en la que anunciaban lo que se debía publicar el día del golpe. Pocos días después, el 21 de abril de 1996, en el mismo suplemento se publicó «Tipos de civil armados hasta los dientes. El cierre de una editorial (postal de la dictadura)» sobre la clausura de la editorial Siglo XXI, en la pluma de Norberto Pérez, gerente del sello. El 24 de marzo de 1996 se publicó en la «Segunda Sección» de Clarín la investigación de Sergio Ciancaglini, Oscar Raúl Cardoso y María Seoane sobre «Los archivos de la represión cultural». Las distintas notas abordaron la persecución que sufrieron escritores, actores, dramaturgos y cantautores, pero no se hizo mención alguna sobre la situación de los trabajadores de la industria editorial desaparecidos durante la última dictadura militar, entre ellos, Carlos Pérez, que había trabajado en Clarín, en Eudeba y que tenía su propio sello[1].
El editor solo contó con un espacio donde analizar su práctica, su pasado y pensar el presente en dos publicaciones, según el primer relevamiento realizado sobre la prensa literaria y cultural de finales del siglo XX. Una de ellas fue Babel (1988-1991), con un espacio fijo para editores y libreros en la sección «Tráfico. Una tribuna para los mercaderes», que se publicó desde el número 1 hasta el 14 entre abril de 1988 y enero de 1990. Tiempo después, la librería Gandhi de Elvio Vitali, que como librero escribió en la columna de Babel, publicó solo tres números de la revista La Gandhi Argentina. En Babel los editores escribieron su diagnóstico sobre el mundo del libro y añoraron su pasado; en La Gandhi Argentina,en los tres únicos números publicados, se entrevistó en cada número a un editor en la sección «Editor en jefe», entre 1997 y 1998. Ellos fueron Alberto Díaz, José Luis Mangieri y Daniel Divinsky. Tal vez fue María Moreno, editora de La Gandhi Argentina, que, atenta a los cambios del mundo del libro del momento, nombró a los entrevistados como «una raza en extinción»[2]. El editor no fue interpelado en la prensa con asiduidad, para representar su oficio, hasta fines de la década del ochenta cuando el mundo de la edición comenzaba a cambiar y pocos libros en Argentina problematizaban la edición.
Del relevamiento historiográfico que realizó el capítulo argentino del Comité Internacional de Ciencias Históricas (1990), que sesionó en 1988, se desprendía que para esa fecha había un área de vacancia en la academia sobre el análisis de la producción, circulación y recepción del libro, así como de las condiciones políticas, económicas, sociales y culturales que permitieron la emergencia de un circuito comunicacional de la cultura impresa. Es decir que, desde la historia, hasta 1988 no se había abordado el mundo de la edición de libros del siglo XX[3].
Estampas aisladas nos permiten reconstruir la circulación de algunos discursos sobre la edición en la segunda mitad del siglo XX. Eustacio García defendió su tesis en Letras bajo el título Desarrollo de la industria editorial argentina, y que fue extractada para un volumen colaborativo: «Historia de la empresa editorial en Argentina. Siglo XX» (García, 2000). Los estudios con sede en Letras y Bibliotecología no abordaban en su agenda de trabajo la historia de la edición del siglo XX en Buenos Aires, y menos aún en Argentina, salvo lateralmente desde la sociología literaria. Desde ese campo disciplinar, el editor era analizado como un actor de peso en la cadena de valor del libro, principalmente a partir de La revolución del libro de Robert Escarpit. Esta obra se publicó en 1965 en francés auspiciada por la Unesco y tres años después en castellano por Alianza. De los ecos de la voz de Escarpit se puede destacar el trabajo colaborativo de Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo en el libro Concepto de sociología literaria, de 1980, que contaba con la entrada «Edición». En 1985 Sarlo publicó, por el sello Catálogos, El imperio de los sentimientos: narraciones de circulación periódica en la Argentina, 1917-1927, en el que la crítica literaria abandona el texto para rastrear los recorridos urbanos que realizaban las lectoras en búsqueda de las novelas de folletín de principios del siglo XX. Si bien no ahondaba en la figura del editor, reconstruyó el circuito comunicacional del impreso. En el mismo año, Jorge B. Rivera compiló los fascículos escritos para el Centro Editor de América Latina bajo el título El escritor y la industria cultural. Si bien el tópico principal atendía a la profesionalización del escrito, recuperó datos del mercado editorial local, mencionó la tarea de editores emblemáticos como Gonzalo Losada y ahondó sobre las publicaciones periódicas. Gustavo Sorá (2009) observó que Rivera y Jorge Lafforgue, que habían ya escrito en conjunto para el Centro Editor de América Latina, a finales de los años ochenta obtuvieron un subsidio del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas para estudiar el pasado editorial argentino. En ese tiempo el vicepresidente de la institución era Gregorio Weinberg, que desde mediados de los años cuarenta se había desempeñado como asesor literario del sello Lautaro, y luego como editor en Solar. En 1995 Leandro de Sagastizábal publicó en Eudeba La edición de libros en Argentina. Una empresa de cultura,en la que se presentaba un desparejo panorama del libro que dejó puertas abiertas para que en el futuro se pudieran ahondar nuevos temas, principalmente en un espacio académico que no había problematizado la edición como objeto de estudio. En este rápido relevamiento se mostró que el rol del editor y su voz no estuvieron presentes en el ámbito cultural con asiduidad.
Mención aparte ameritan las escasas memorias y entrevistas a editores durante el período de estudio. En 1988, Arturo Peña Lillo publicó en Galerna sus Memorias de papel. Los hombres y las ideas de una época y en 1995 la voz del principal editor que apostó por la ampliación del público lector, Boris Spivacow, llegó a las librerías porteñas con una entrevista de largo aliento que realizó Delia Maunás. Editor de Eudeba y del Centro Editor de América Latina, Spivacow fue entrevistado sobre su biografía y tareas editoriales, que comenzó en las revistas del sello Abril. El libro de Maunás reconstruyó con notas y apéndices el equipo de trabajo de la editorial para demostrar la fuerza del colectivo sobre la figura individual.
La historia de la edición, en tanto desprendimiento de la historia del libro, se centró en el análisis de la narrativa autobiográfica y celebratoria de las memorias escritas por los editores, a la vez que también se focalizó en la historia de la empresa, sus lazos comerciales y la cesión de derechos de propiedad intelectual. Al enfocar el mismo fenómeno con el lente de la historia del libro, el panorama se amplía al estudio de los fenómenos editoriales, ya no solo a cómo un editor se piensa a sí mismo y su actividad, en relación con la historia social y económica que enmarca su hacer (McCleery, 2021). En el ámbito anglosajón, a partir de la década del setenta comenzó el proceso de crecimiento y concentración editorial, «de la profusión de empresas familiares y de alianzas que sustentaban a los editores independientes se pasó a una mayor participación accionarial dominada por instituciones financieras con poca o ninguna experiencia en el sector» (McCleery, 2021, p. 54). El fenómeno de las fusiones y adquisiciones editoriales tenía como objetivo principal, obtener «activos intangibles», derechos de autor, y «activos fijos», como edificios. La historización del pasaje de una editorial que se gestionó como una empresa familiar a un conglomerado de sellos, en el que predomina la lógica de los medios de comunicación, fue uno de los tópicos de la historiografía que abordó la cuestión editorial en el ámbito anglosajón (McCleery, 2021). Este modelo historiográfico dialoga con el análisis de las lógicas económicas de la edición que desarrolló Pierre Bourdieu (2011) en Las reglas del arte, quienpostuló la existencia antagónica de dos lógicas económicas sobre los bienes culturales como los libros. Por un lado, aquellos sellos que generan una demanda «a largo plazo» y que está «orientada hacia la acumulación del capital simbólico», y, por el otro, la lógica económica de
las industrias literarias y artísticas que, al convertir el comercio de bienes culturales en un comercio como los demás, otorgan la prioridad a la difusión, al éxito inmediato y temporal, valorado por ejemplo en función de la tirada, y se limitan a ajustarse a la demanda preexistente de la clientela […] (Bourdieu, 2011, p. 214).
En esa tensión entre el polo cultural, cuando el editor se arriesga y apuesta al futuro, y el polo comercial, cuando publica para responder a una demanda del mercado, es que se enmarcó el proceso de transformación editorial que narró la historia de la edición, según McCleery (2021).
Desde la historia cultural, Roger Chartier (1994) construyó un modelo de análisis para los fenómenos de la cultura impresa en el que propuso interrelacionar el texto con el soporte que lo da a leer y la instancia de lectura en un contexto histórico, social y cultural determinado. Al analizar la instancia de producción de un contenido, su circulación y apropiación, se reconstruye el circuito comunicacional, lo que permite ahondar en las lógicas económicas de las editoriales, así como narrar la historia de la edición de manera crítica respecto a las autobiografías de editores. En este artículo se ahondará en cómo la «presentación de sí» (Goffman, 1997) que realizan los editores en secciones fijas de la prensa literaria se articula en los ejes de las lógicas económicas propuestas por Bourdieu (2011), a la vez que piensan su labor editorial en relación con la empresa y sus mercados (McCleery, 2021).
Babel. Revista de Libros publicó su primer número en 1988, en el que incorporó la sección fija «Tráficos. Una tribuna para mercaderes», que mantuvo durante catorce números. En ella, editores, libreros y gestores culturales dejaron su impresión sobre la situación del mercado editorial a fines de la década del ochenta. El valor de la revista en 1988 era de 8 australes y catorce números después, en la última salida de la sección en enero de 1990, el precio de venta al público era de 3000 australes. La revista continuó ocho números más, hasta marzo de 1991, cuando de manera abrupta dejó de publicarse, aunque en su último número invitaba a lectores extranjeros para que se suscribieran por un año e informaba los valores en dólares. La situación económica de la Argentina era enclenque y estuvo marcada por «la incapacidad de maniobra de la política económica jaqueada por las demandas políticas y sectoriales» (Rougier, 2012, p. 173). Ni el Fondo Monetario Internacional ni el Banco Mundial apoyó el plan económico del país. En los años en que se publicó la revista Babel hubo una «corrida» contra el austral. El proceso hiperinflacionario estaba a la vuelta de la esquina y se evidenció en el aumento del precio de la revista y de los libros que se reseñaban en Babel, al punto de que en la tapa avisaban que iban a contar a sus lectores aquellos libros que no se podrían comprar. La situación era tal que en el número 10 de la revista se anunció que los editores informarían el valor de los libros ya no en australes sino en índice de ajuste de valor que llamaron unidad de libro (UL). El libro pasaría a valer una cantidad determinada de UL, que se multiplicaba por el valor que informaban los editores para saber su precio de venta al público en australes.
Daniel Divinsky (1988), emblemático editor del sello De la Flor, saludó con entusiasmo la convocatoria a escribir en Babel; porque al fin los editores eran considerados dignos de ingresar «al reino de los cielos», al ser incluida su voz en una revista que, si bien no era literaria, versaba sobre libros. El gesto de visibilizar a los editores en la prensa cultural fue un hito a finales de la década del ochenta. En Babel escribieron o fueron entrevistados sobre el mercado del libro, quienes se presentaron como editores, Horacio García (Catálogos), Daniel Divinsky (Ediciones de la Flor), Rubén Durán (Legasa), Salvador Pazos (Ada Korn), Víctor Redondo (Último Reino), Horacio Tarcus (Imago Mundi) y Trinidad Vergara (Vergara), la única mujer que escribió como editora en la sección «Tráficos». Los editores se presentaban a sí mismos inmersos en la crisis del sector como si fueran actores ajenos al mercado. Solo Trinidad Vergara cuestionó a su gremio por la estrechez de miras con que pensaban su práctica y puso en evidencia la tensión entre las lógicas económicas de la publicación.
Horacio García (1988), editor del sello Catálogos, tituló su intervención de forma dramática: «La industria editorial: una crisis más», en donde destacó el rol que tuvo la Argentina en la traducción de títulos del inglés y del francés, que se comercializaron tanto en el mercado interno como en Hispanoamérica, y cómo la pérdida de esos mercados, por distintas cuestiones, repercutió en el sector editorial[4]. Una de las consecuencias fue la reducción de las tiradas para solo contemplar el mercado interno y la elección de contenido que abordaba temas locales como la investigación periodística, que respondía a una demanda preexistente en la esfera política.
Entre los sellos que publicaban títulos que apelaban a la larga duración del catálogo estaba Ada Korn. Según su editor, Salvador Pazos, la editorial buscaba interpelar a los lectores interesados en las traducciones locales de autores europeos y en la nueva literatura argentina. Su criterio editorial buscaba evitar los «productos de venta más o menos segura como libros de autoayuda, testimonios de actualidad política, infantiles o deliberados best sellers. En fin, nuestros libros, ―generalmente de ficción narrativa― no se venden mucho» (Pazos, 1989, p. 7). Tal vez su escasa venta se encontraba en el criterio de selección. Pazos explicó que su curaduría pone en escena su propia sensibilidad, sus gustos, sus caprichos «sustentados en la capacidad de conmover[s]e que encuentr[a] en un texto». Pazos interpretaba la labor editorial desde su pasada vocación docente, con la generosidad de compartir «la idea de que algo que conozco y me gusta intensamente debe ser transmitido, publicado, para que otros lo compartan conmigo». El sello se plegaba sobre la biblioteca del editor y sin apuro esperaba a sus lectores para compartir los textos elegidos.
Pazos cuestionaba la proliferación de títulos de alta rotación, y de alguna manera también acordaba con Rubén Durán (1988), de la editorial Legasa, que creía que ante tal auge de la investigación periodística la novela ocuparía, en los catálogos editoriales, el mismo espacio relegado que tuvo la poesía. La pérdida de mercados externos, por cuestiones económicas, así como por la falta de renovación de derechos de traducción que vencieron durante la dictadura (Maggio-Ramírez, 2016), implicó que el editor solo contara con el público doméstico. La novela tenía para finales de los años ochenta ventas lentas frente a la alta rotación de títulos periodísticos. Durán destacó que las únicas novelas de su sello que habían contado con el favor del público fueron Carne picada, de Jorge Asís, y La novela de Perón, de Tomás Eloy Martínez, y que muy pocas novelas llegaron a su segunda reimpresión.
Trinidad Vergara, en un gesto que suponemos no le ganó demasiados amigos, remarcó que «los editores no son suficientemente empresarios, no son suficientemente innovadores». Les faltaba encontrar «nuevas formas de presentar los libros, de venderlos, de publicitar, competir, explorar mercados exteriores, asociarse a empresas complementarias y de acercarse a un público ávido de todo tipo de libros» (Vergara, 1989, p. 6)[5]. El público lector, en el diagnóstico de Divinsky (1988), ya no buscaba la novedad editorial, sino aquel libro que era avalado por referencias o por abundante publicidad que aparecía en los suplementos literarios de la prensa gráfica. Aun así, Rubén Durán destacó la prensa cultural de los años sesenta de Primera Plana frente al periodismo actual, que calificó como magro y de calidad dudosa. Las mutaciones en los hábitos de lectura, en tiempos de crisis económica, también se encontraron en que primaba la búsqueda de ofertas antes que los títulos del servicio de novedades.
Los editores en Babel, con diferentes tonos, describieron la crisis del sector a fines de los ochenta casi como si fuera constitutiva del oficio. Entre las causas enumeraban ―tanto García (1988) como Durán (1988) y Pazos (1989)― la disminución del mercado interno, una baja calidad de los productos gráficos por el atraso de la maquinaria del sector, los costos abusivos del papel por contar con una alta carga impositiva, el valor del dólar ―que imposibilita el pago de derechos de traducción―, la distribución y la falta de una prensa cultural especializada.
Entre las propuestas de los editores para salir de la crisis estaba buscar apoyo oficial del Estado, realizar campañas para que el libro vuelva a ser un objeto común en la vida cotidiana, «ya que la sacralización del objeto libro se ha vuelto en su contra» (García, 1988, p. 6)[6], promocionar la literatura infantil y contar con espacios en la televisión en los que se hable sobre libros. Vergara, la más audaz de los editores de Babel, creyó que para expandir la industria editorial era necesario crear «nuevas líneas editoriales, […] explotar mercados exteriores, asociarse a empresas complementarias y acercarse a un público ávido de todo tipo de libros». Vergara (1989) cuestiona las críticas que desde la élite intelectual se le hacen al «editor mercantil» como culpable de múltiples crímenes, por ejemplo de que los jóvenes no vean publicadas sus obras, y que tildan a los «editores [como] enemigos de la cultura, que estrujan talentos y que rechazan desdeñosamente manuscritos maravillosos sólo porque nadie conoce a su autor» (p. 6).
En síntesis, los editores en Babel describían un mercado del libro en proceso de crisis y cambio, pero que destacaba la apuesta del editor. Daniel Divinsky (1988) cerraba su intervención con una pregunta que valoraba el riesgo editorial al publicar autores inéditos: «¿Qué industria decide la fabricación de un producto del que sabe, desde un principio, que es imposible que cubra sus costos?» (p. 6). Esa misma tensión se encontró cuando los editores tomaron la palabra en La Gandhi Argentina a finales de la década del noventa.
Las librerías en Buenos Aires, al menos desde 1820, solían publicar catálogos con los libros y objetos a la venta para sus clientes, pero solo en los últimos años de la década del noventa del siglo XX comenzaron a editar sus propias revistas. A finales de los noventa, además de los grupos editoriales Planeta con su revista institucional y Alfaguara con la publicación Ágata, la librería Boutique del Libro publicaba Boutique del Libro. El periódico; la librería Hernández, junto con otros comercios colegas como Tiempos Modernos, le entregaba sin cargo a sus clientes De libreros, y la librería Gandhi, ya instalada en la calle Corrientes, publicó entre abril de 1997 y noviembre de 1998 la revista La Gandhi Argentina. Esta publicación estuvo bajo la edición de Elvio Vitali ―gestor de la librería― y la dirección periodística de María Moreno. Al rastrear la revista en la web se hallaron, como en un juego de espejos borgeanos, citas de citas que olvidaban su origen. Una frase de la revista se tradujo con ahínco en artículos y ensayos en Brasil. Las breves líneas aparecieron en publicaciones sobre diversidades sexuales, teoría queer, la decisión sobre el propio cuerpo y la cuestión de género. La frase, que se tradujo al portugués, funcionó como una declaración de principios a fines de la década cuando se afirmó que «las minorías nunca podrían traducirse en una inferioridad numérica sino más bien como mayorías silenciosas que al politizarse convierten el gueto en territorio y el estigma en orgullo ―gay, étnico, de género― (“somos todos judíos alemanes” se decía en Mayo del 68)» («Editorial», 1997, p. 3)[7].
Las revistas tenían un tema central en cada número. El primero, bajo la atenta mirada de Néstor Perlongher ―que intimidaba al lector― en el collage fotográfico de la tapa, se llamó «Políticas de la memoria»[8], el segundo «Los vía crucis del cuerpo» y el tercero «Minorías». Entre sus páginas también se publicó la sección «Editor en jefe», en la cual se entrevistó en sus distintos números a Alberto Díaz[9], José Luis Mangieri[10] y Daniel Divinsky[11] sobre su pasado en la industria editorial porteña y, particularmente, sobre los años sesenta y los setenta, que eran comparados con el presente de la enunciación en los años noventa. En tiempos de pizza con champagne, que Sylvina Walger documentó en sus crónicas en Página/12 y que en 1994 se publicaron en el sello Espasa con el subtítulo «Crónica de la fiesta menemista», la revista de una librería marcó un claro posicionamiento político y cultural sobre el pasado y, en especial, sobre los actores que intervinieron en las editoriales Siglo XXI, Tierra Firme y Ediciones de la Flor. La Gandhi Argentina buscaba para sí un lugar en el espacio de confluencia entre las revistas y suplementos culturales.
La revista de la librería era continuadora de la tradición de Los libros y Babel, en el sentido de que reseñaba los libros que estaban en el mercado. A la vez, también buscaba dialogar con El ojo mocho, dirigida por Horacio González, y Confines, luego llamada Pensamiento de los confines, bajo la tutela de Nicolás Casullo, cuyos directores eran habituales contertulios en las mesas de la librería. Era una revista que hablaba principalmente de libros en un contexto cultural donde, además de anunciarse la muerte del libro y de la narración secuencial, se borraba el pasado con el indulto presidencial en favor de un nuevo comienzo de la historia. La sección «Editor en jefe» estaba en sintonía con su tiempo, con los reclamos de las organizaciones de derechos humanos por los indultos a los militares ―que habían sido juzgados y condenados bajo el gobierno de Raúl Alfonsín y perdonada su pena por el presidente Carlos Menem―.
El editor como profesional en las sombras del texto fue puesto a la luz entre los lectores y asiduos concurrentes a la librería Gandhi. Los tres editores entrevistados tuvieron actividad editorial antes de la última dictadura militar (1976-1983); durante la dictadura se exiliaron fuera del país o trataron de pasar bajo el radar de la censura y persecución militar, y continuaron en el mundo del libro con la vuelta de la democracia. La dilatada trayectoria de los editores permitió recuperar sus recuerdos sobre la gestión editorial y comercial entre finales de los años sesenta y 1976, y compararlos con los últimos años de la década del noventa, cuando se realizaron las entrevistas.
En la primera entrevista de la sección «Editor en jefe», fue presentado Alberto Díaz como un espécimen de una «raza en extinción» porque «lee y olfatea al autor de genio cuando éste no es aún evidente». El cambio estaba en el aire: nombrarlo como uno de los pocos exponentes que todavía sobrevivían en el mercado del libro significaba que algo se había alterado en el mundo de la edición y no se volvería atrás. La elección del editor como caso exótico dentro del panorama editorial hizo que ameritara la entrevista. Díaz, a diferencia de José Luis Mangieri y Daniel Divinsky, fue valorado por su carácter anfibio, por su adaptación a las distintas lógicas económicas de los sellos en los que se desempeñó como editor de Siglo XXI y director de Comercio Exterior del grupo Planeta en Buenos Aires.
Díaz (1997) recordó que en tiempos de su trabajo en Siglo XXI la selección de contenido para el sello estaba mediada por «la militancia [que] exigía tener todo claro […]. [H]oy [nos] parece negativo y se asocia a la intolerancia pero [nos] permitía posiciones menos light que las de hoy» (p. 22). Las revistas literarias eran vitales, polemizaban entre ellas, y el catálogo editorial era una apuesta, un riesgoso diálogo que se abría al futuro. Díaz recordó una frase de «Orfila Reynal, director de Siglo XXI, “Todo buen editor siempre está al borde de la quiebra” […]», por sus decisiones ya que “el mérito era en los sesenta editar a García Márquez cuando no era evidentemente García Márquez […]». El arrojo de publicar no estaba guiado por un estudio de mercado, sino por las conversaciones en el marco del posicionamiento político de la editorial, que abría un nuevo título en la esfera pública.
Para lanzarse al mercado, Divinsky publicó dos antologías, Buenos Aires, de la fundación a la angustia y El libro de los autores,que fue una propuesta de Piri Lugones. La nieta del emblemático poeta argumentó que, como les sería imposible conseguir un texto central de autores argentinos consagrados, por qué no se les pedía que elijan su cuento preferido de la literatura y que escribieran un prólogo para presentarlo. Con los trescientos dólares, que fueron el capital inicial de Ediciones de la Flor, compraron derechos de obras de George Brassens y de Paul Nizan, que, como se había peleado con Sartre, la izquierda no lo publicaba. También sumaron en su catálogo a Theodore Peterson y Fred Siebert, dos autores estadounidenses, Cuatro teorías sobre la prensa, con la intensión de que la embajada del país del norte no los incluyera en la lista de editoriales enemigas, pero con alguna ligera modificación en el título y la supresión de la cuarta teoría que los editores consideraron de un «macartismo siniestro».
En cambio, en los años noventa, el problema no estaba en el riesgo o la apuesta futura, sino en contratar a un autor consagrado y pagarle un anticipo mayor al retorno por las ventas del título. Apostar por una firma literaria con su propio recorrido era «tan riesgoso como publicar el primer libro de poemas de un chico de quince años» y más aún en un mercado que, ya en los noventa, se percibía que se iba achicando.
En sintonía con Díaz, que caracterizaba el contenido que se vendía en los noventa como light, Mangieri sostuvo que los suplementos culturales publicaban reseñas elogiosas de libros descartables si el editor pagaba publicidad en el suplemento. El clima de época, a finales de los noventa, era
la frivolidad menemista [que] se instaló con creces entre los intelectuales. Aparecen en los medios como estrellas de cine y en sí algunos de ellos ya son un espectáculo. Ya no hablan, predican. La exhibición, en muchos casos, es impúdica y, lo que es peor, antiguos procesistas de ayer hoy nos bajan línea. O los que, felizmente para ellos, pudieron exiliarse, frescos como una viruta te explican cómo fue la dictadura y, en algunos casos, cómo deberíamos habernos comportado (Mangieri, 1997, p. 32).
Mangieri contrapuso la representación del intelectual, comprometido con su tiempo desde su obra y su publicación, con quien se exhibía de forma impúdica en los medios de comunicación. En la serie «Editores en jefe» se encontró la figura de un editor comprometido con sus lector. Divinsky comentó la mirada que tenía Rodolfo Walsh sobre el pago de derechos de autor cuando llegó a la editorial Ediciones de la Flor, porque, al igual que Quino, tuvo diferencias respecto al pago con Jorge Álvarez (su editor anterior). Walsh pedía que sus libros, como Operación masacre, no se vendieran a más de cierto precio para favorecer el acceso a su libro.
En los años noventa los autores, señalaba Divinsky, tenían una actitud opuesta porque querían ganar «más cómodo[s] los derechos». Walsh tenía una visión absolutamente militante de su obra y de su comercialización. Divinsky narró su trabajo como lo había hecho diez años antes. Él era un «editor de riesgo», en sintonía con su escrito en Babel, y recordó que en su sello «se apuesta a la publicación de textos más difíciles como El traductor de Salvador Benesdra» y que tienen un «nicho propio que no tiene competencia, el humor gráfico». En oposición a su catálogo, mencionó cómo los libros de autoayuda se multiplicaban y ocupaban rápido el espacio de la librería que gestionaba en el barrio de Belgrano como si fueran «la marabunta», al punto de llegar a ser el
cincuenta por ciento de la facturación de una librería que vende mucha literatura y demás. De repente aparece alguien buscando una cosa que se llama El caballero de la armadura oxidada y me vengo a enterar de que es un libro de ésos: son muchísimos, para no hablar de Louise Hay (Divinsky, 1998, p. 38).
Mangieri (1997) comenzó su carrera como editor en los años cincuenta, cuando dirigió la revista Argentina Hoy del Instituto Cultural Argentino Ruso, después trabajó en Democracia junto con Carlos Brocato, «que era linotipista y periodista y ahí empezamos a pergeñar la idea ―estábamos en el Partido y era plena Revolución Cubana― de hacer La rosa blindada que provocó nuestra expulsión inmediata» (p. 32). De la revista que se publicó entre 1962 y 1966, hasta el golpe de Onganía, se llegaron a tirar 5000 ejemplares y de los libros hasta 3000 unidades. La editorial siguió hasta 1976 y tenía en la librería Hernández un espacio de diálogo y ventas donde «se juntaba gente del resto de Latinoamérica para comprar los libros de La Rosa y todo tipo de material político». La poesía en los años sesenta podía tener una tirada de 4000 ejemplares, como sucedía con los libros de Juan D. Perón, el Che Guevara y Mao Tse Tung. En los noventa, esa cantidad de ejemplares solo se hacía de biografías no autorizadas, recordaba el editor que siempre pensó su trabajo como «una empresa cultural y no como una empresa que fabrica libros descartables».
Díaz (1997) recordó que en Siglo XXI la tirada mínima eran tres mil ejemplares; de títulos como La pedagogía del oprimido, de Paulo Freire, se hacían en Buenos Aires tres o cuatro ediciones por año con tiradas entre quince y veinte mil ejemplares para exportar a toda América. En cambio, España prohibía la circulación de un libro impreso en el extranjero, pero el mismo contenido podía circular si era impreso en el país, por lo que «la censura franquista terminó convirtiéndose en censura de protección industrial» (p. 23).
Divinsky también imprimía grandes cantidades de ejemplares y tanto gracias a la televisión como a la radio se vendían con rapidez. Por ejemplo, la primera tirada con 2700 ejemplares de Paradiso, de José Lezama Lima, se agotó en una tarde, luego de que se promoviera en la radio el semanario Primera Plana con una entrevista al autor realizada por Tomás Eloy Martínez. También fue un éxito de ventas Las tumbas, de Enrique Medina, que trabajaba como camarógrafo del programa de televisión en el que la periodista Valentina Gestro, conocida como la Tía Valentina, lo entrevistó.
La editorial Ediciones de la Flor fue una de tantas que padeció la censura y secuestro de sus libros en distintas dictaduras. En febrero de 1972 se prohibió Me tenés podrido, Argentina, de Alfredo Grassi[12]. En 1977 un decreto dictatorial rechazó la circulación del libro Cinco dedos, y los editores estuvieron en prisión por 127 días a disposición del Poder Ejecutivo. Solo la presión internacional de editores y de la Feria de Frankfurt, bajo la intervención de Peter Weidhaas, logró que los Divinsky recuperaran su libertad para marchar al exilio. Una de sus estancias fue Caracas, donde, a cargo de la colección editorial de la Biblioteca Ayacucho, estaba el exiliado uruguayo Ángel Rama, recordado por Díaz por su trabajo como crítico literario. Divinsky también creía en la «enorme cultura literaria» de Rama, pero también recordaba que «no descuidaba vender los libros como si fueran suéteres».
Si antes de la dictadura la construcción de un catálogo tenía como público potencial al mercado hispanohablante, en los años noventa los catálogos apelaban al lector interno, los temas eran más locales, con un tratamiento light sin apostar al riesgo. Se evitaba en las grandes editoriales publicar demasiados títulos que no tuvieran una demanda preexistente, se buscaba disminuir la incertidumbre de la venta para obtener una rentabilidad en el corto plazo. Aún así, Díaz tenía confianza en el libro como medio para la transmisión del conocimiento, porque creía que Argentina todavía contaba con un espacio para crecer en la venta de libros a su público interno.
La figura del editor en los textos analizados es dual: «artista y comerciante, artesano y hombre de negocios, hombre del arte y del dinero» (Noël, 2018, p. 111), aunque prevaleció la figura del editor de riesgo, que contrasta con aquel que busca la rentabilidad en el corto plazo. El desdén de los editores ante los títulos de alta rotación, tanto de investigación periodística en Babel y de literatura de autoayuda en La Gandhi Argentina, buscaba fortalecer su rol de agente cultural que obtiene «gratificaciones simbólicas (reputación de exigencia, de no dependencia, entre otras) y se vuelve un factor clave entre los diferentes actores del campo» (Noël, 2018, p. 128). Es el cruce entre el editor que se pliega sobre su catálogo, como extensión de su biblioteca, y quien toma las decisiones editoriales para saciar demandas preexistentes en el campo cultural. Trinidad Vergara (1989) se preguntó por el rol del editor en su intervención en Babel: «¿Es un adalid de la cultura, el gran defensor y difusor social de las letras, o es un monstruo comercial y vil que se enriquece a costa del talento de otros?» (p. 6), para unos renglones más adelante sostener que «Los editores quieren que se los identifique con el rol literario, deben ser señores respetables y geniales que descubren autores y transmiten cultura. Y ojalá nadie descubra su papel de vil empresario […]». Vergara, con valentía, puso en evidencia que el mercado del libro no solo era la «alta literatura» ni la aparición en los suplementos literarios de los grandes diarios, que a finales del siglo XX marcaban la vidriera de las librerías, para comenzar a problematizar el libro no solo como objeto simbólico y cultural, sacralizado por la academia por ser el soporte de la literatura.
El papel del editor focalizado en el comercio tenía sus matices, por ejemplo, en las intervenciones de Divinsky que reconocía la posibilidad de tomar apuestas editoriales, como la publicación de El traductor,porque contaba conventas constantes de los long sellers de su catálogo centrado en el humor gráfico.
También se hizo especial hincapié en los textos de Babel en la pérdida de mercados extranjeros y, tal vez, fue en esas continuas publicaciones con el mismo tópico que se realizó el duelo de las ventas del pasado a Hispanoamérica. Los editores recordaron sus años sesenta marcados por sostener una postura crítica de la realidad y cuestionaban en la década del noventa la falta de compromiso político y la emergencia de una mirada individualista que se alejaba de lo social.
La dictadura fue otra de las constantes que estuvo presente cuando los editores se pensaban, no solo porque fue un hecho traumático en sus vidas y sellos editoriales, sino porque también implicó la pérdida de derechos de traducción para las editoriales argentinas, que fueron comprados por sellos mexicanos o españoles. Ya avanzado el proceso de restauración democrática, tuvieron los editores argentinos la certeza de que las condiciones que permitieron la experiencia editorial pasada ya no se replicarían. La Argentina no volvería a publicar y exportar libros con el ímpetu de las décadas anteriores.
Por otro lado, el auge del mercado del libro en España, el proceso de compra de sellos en América a fines de los años noventa, implicó que nuevos actores pujaran por la compra de derechos de traducción de una obra para su comercialización en castellano en todo el mundo. Editoriales que compraban los derechos para la publicación y comercialización en Argentina y países limítrofes comenzaron a competir con gigantes editoriales que estaban dispuestos a ofrecer un mayor anticipo de regalías al tener la exclusividad para la edición de un contenido en todo el mundo de habla castellana, aunque la lengua no fuera la oficial de un país como Estados Unidos.
Las entrevistas a editores, y más aún cuando recuerdan su trabajo anterior a la implementación del registro de ISBN en la Cámara Argentina del Libro, son valiosas por doble vía. Por un lado, al narrar su trabajo, los títulos y colaboradores dejan las huellas para reconstruir la memoria del catálogo editorial ante la falta de archivos. Por otro lado, la falta de una bibliografía nacional imposibilita recrear los catálogos de los sellos a cargo de los editores que dejaron fragmentariamente sus memorias en la prensa. Claudia Bazán (2006) analizó cómo la normativa de prohibición de libros durante la última dictadura militar sirvió para reconstruir una bibliografía negativa, con aquellos títulos que se sacaron de circulación. La violencia del Estado, ya no solo contra las personas sino contra su patrimonio bibliográfico, continuó en democracia por «la negligencia y la falta de políticas de preservación bibliográfica y documental» (Bazán, 2006, p. 37). Ante este panorama, una entrevista a un editor con una trayectoria anterior a 1982 permite rastrear si los títulos y colaboradores mencionados están fichados en el catálogo de la Biblioteca Nacional.
El catálogo olvidado, la bibliografía ausente, es central para entender la «consagración» de un autor, en cuanto
transferencia de capital simbólico (análoga a la que opera un prefacio) que es tanto más importante cuando quien la realiza está él mismo más consagrado, especialmente a través del «catálogo» ―conjunto de los autores más o menos consagrados―, que ha publicado en el pasado (Bourdieu, 2017, p. 223).
El espacio del catálogo funciona de manera relacional entre cada uno de los autores, hombres y mujeres, que lo conforman bajo la atenta mirada de la labor curatorial. Al recuperar cómo los hacedores de los catálogos escribieron sobre su práctica, la historizaron en relación con los cambios del mercado del libro y recordaron los títulos que publicaron, se deja abierta la puerta para que futuras investigaciones narren la historia de un campo disciplinar. A la vez, también proponen un interrogante sobre políticas de archivo de la memoria editorial de un país y principalmente sobre el depósito de los títulos publicados en instituciones públicas.
No existe ninguna posibilidad de transgredir los criterios dominantes
en los cuales la autoayuda y la mierda dominan.
Daniel Divinsky (1998, p. 35)
Tanto en la revista Babel como en La Gandhi Argentina el editor se hizo visible en la prensa literaria cuando comenzó a perder preponderancia en la toma de decisiones en la empresa editorial. Cuando en el proceso de transnacionalización y concentración el nombre del editor se licúa en los comités editoriales comandados por gerentes de marketing, la prensa comenzó a rescatarlos en sintonía con la emergencia de un campo disciplinar académico en crecimiento. La nostalgia ya no solo operaba en los editores, que recordaban los pasados años sesenta, sino también en las revistas literarias, que veían cómo comenzaba a cambiar la industria editorial.
En el 2015 la editorial Eudeba publicó Optimistas seriales. Conversaciones con editores,donde se transcribieron las entrevistas que Leandro de Sagastizábal y Luis Quevedo tuvieron en su programa de radio Leer por leer con distintas personalidades de la edición. Hombres y mujeres del libro eran entrevistados para narrar su historia y analizar el presente del sector. Salvo por José Luis Mangieri, que falleció en el 2008, se entrevistó a Alberto Díaz y a Daniel Divinsky, que volvieron sobre sus dichos, al recordar su pasado en la industria editorial, pero ampliaron su mirada del mundo del libro tras la crisis económica y social que se desató en el 2001. El comienzo del nuevo milenio trajo biografías de editores y memorias de libreros, pero a finales del siglo XX el mundo del libro todavía era un espacio vacante para investigar. La recuperación de las voces de los editores, tanto desde su escritura directa en la revista Babel como con las entrevistas en La Gandhi Argentina, tuvo como finalidad indagar en el editor como intelectual que analiza su práctica y la pone en un contexto para darle sentido y así tomar sus decisiones.
En Babel los editores sequejaban por no contar con las condiciones para la producción editorial y de circulación de sus libros por la crisis económica. Pero también propusieron sacar los libros fuera de la librería con la confianza de que así se ganarían nuevos lectores. Las intervenciones de los editores describieron un mapa en los cambios culturales de su público, que ya no buscaba novedades sino ofertas, espaciaba el tiempo entre visita y visita a la librería, consumía sin pudor la literatura de autoayuda, a la vez que también crecían las ventas de los títulos de investigación periodística. Una de las razones por las que aumentó la publicación de temas locales y de consumo instantáneo fue la pérdida de mercados internacionales, por lo que la producción editorial se centró en temas locales, aunque se focalizaran en los devenires de políticos en la ciudad de Buenos Aires.
Los años noventa estuvieron marcados por la consolidación democrática, la aplicación de una política económica de corte neoliberal ―que fomentó la importación antes que la exportación―, la privatización de las empresas de servicios del Estado, la flexibilización laboral, ajustes económicos y despidos, así como un fuerte aumento del desempleo. En el ámbito editorial, se produjeron adquisiciones de sellos locales por parte de grupos internacionales, se redujeron los costos de producción local con la tercerización del trabajo editorial al pasar personal de planta a contratados y se comenzaron a publicar más títulos, pero con menos cantidad de ejemplares, para tratar de abarcar la fragmentación de los lectores. Los nuevos títulos apelan a la alta rotación y, por lo tanto, a su rápida obsolescencia (Botto, 2006). En ese panorama, las entrevistas de «Editores en jefe» fueron un emergente frente a los cambios en el mercado editorial para recuperar su historia. Si bien la revista fue casi subterránea, porque no tenía distribución por fuera del local de la librería Gandhi en la calle Corrientes de la ciudad de Buenos Aires, dejó testimonio de la tensión que provocaban los cambios. La mutación del sector del libro todavía no se vislumbraba en los años noventa con librerías de saldo y libros en supermercados. Pero muchos editores del siglo XXI pueden encontrar la historia de su profesión en las revistas literarias, cuando, a finales de los años ochenta, los editores tomaron la palabra.
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[1] Para ahondar sobre la situación del libro durante la última dictadura militar en Argentina se recomienda la investigación de Judith Gociol y Hernán Invernizi (2003).
[2] La colección digitalizada de la revista Babel se encuentra disponible en línea en www.ahira.com.ar gracias a los esfuerzos del Archivo Histórico de Revistas Argentinas (AHIRA) y la revista La Gandhi Argentina forma parte de una colección particular.
[3] Para un análisis sobre la historiografía de la cultura impresa en el siglo XIX, se presenta un panorama en Maggio-Ramírez (2018).
[4] Si bien escapa al recorte del artículo, el librero de Fausto, José Luis Retes (1989), en su intervención en la sección «Tráficos», también añoró la «época en que las editoriales argentinas nutrían las flacas vidrieras españolas, en que se editaban autores ―digamos Colette, Céline, Hammett, Hemingway, Albert Cohen, Evelyn Waugh, tantos más― que ahora se editan en España y llegan aquí a precios inalcanzables» (p. 6).
[5] En ese tono estaba la declaración que hizo Retes (1989), cuando sostuvo que la mejor forma de ampliar el círculo de lectores era que los libros salieran al encuentro del público en lugares que resultaban ajenos a la tradición literaria como «supermercados, kioskos, drugstores, shoppings» (p. 6). Retes quería que el libro fuera considerado un objeto cotidiano y evitar que fuera visto como un objeto cultural sagrado, para que más público se acerque a él. La propuesta del editor era sacar el libro a la calle para que se encuentre con el lector y así aumentar el público interno.
[6] El mismo objetivo tuvo el escritor y editor peruano Manuel Scorza, quien desarrolló desde 1958 con su sello Patronato de libros peruanos y luego con Populibros la venta de libros en plazas y espacios no tradicionales para evitar la sacralización del objeto para que llegue a más lectores.
[7] Tal vez, uno de los orígenes posibles para la reproducción de la frase en portugués «as minorias nunca poderiam se traduzir como uma inferioridade numérica mas sim como maiorias silenciosas que, ao se politizar, convertem o gueto em território e o estigma em orgulho – gay, étnico, de gênero» sea el artículo de Guarcira Lopes Louro (2001), «Teoria Queer. Uma política pós-identitária para a educação».
[8] En junio de 1998 se publicó el primer número de la revista Políticas de la Memoria, bajo la dirección de Horacio Tarcus, que a partir del número 10 tendrá una sección dedicada a la historia del libro y las editoriales en Argentina donde aparecerán las publicaciones de investigadores cordobeses sobre la historia de las editoriales locales.
[9] Díaz fue el jefe de ventas de Siglo XXI en Buenos Aires y en 1976, tras el golpe de Estado, la Marina allanó la editorial un día antes que comenzara la Feria del Libro. Los militares entraron y se llevaron detenido a Jorge Tula, que estuvo por un año a disposición del poder Ejecutivo, y a Díaz, que estuvo desaparecido por un mes, para luego de otra amenaza exiliarse en Colombia primero, para desarrollar la sucursal de Siglo XXI, y luego en México.
[10] El copete de la entrevista lo presentó como un editor histórico, que fue director de la revista y editorial La Rosa Blindada y que en los noventa dirigía Libros de Tierra Firme, un catálogo de poesía con la asesoría de Lea Fletcher, su mujer, y Diana Bellessi.
[11] A quien se lo presentó como un niño prodigio retirado y como un «radical chic», no solo por su pluralismo democrático, sino por su apoyo a la campaña de Raúl Alfonsín en 1982 y su posterior desempeño en la radio estatal Belgrano. Socio, junto con su esposa Kuki Miller, de Ediciones de la Flor, recuperó en la entrevista sus comienzos como editor de una colección de cuadernos del Centro de Estudiantes de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, con el apoyo de una editorial jurídica. Junto con un socio lanzó su editorial en 1966 con trescientos dólares como único capital inicial.
[12] Para ahondar sobre las prohibiciones al sello De la Flor se recomienda la lectura de Gigli Box, M. C. (2008). «Me tenés podrido, Argentina» [*] (A mí TAMBIÉN). Question/Cuestión, 1(20). Recuperado a partir de https://perio.unlp.edu.ar/ojs/index.php/question/article/view/668.
El presente trabajo fue aprobado para su publicación por el editor Mario Barité.
El autor elaboró el 100% del presente artículo.